• Mi maestro Eduardo Casar

  • Literatura

La casa de este poeta es el lenguaje a sus anchas, es de esos maestros que saben muy bien lo que dicen incluso cuando escribe que las palabras no saben lo que dicen.

Armando Alanís Pulido
Ciudad de México /

1. Cazar un azar que no busco comprender (quise decir Casar)

A principios de los noventa se abrió una especie de sucursal de la escuela de escritores de la SOGEM en Monterrey, me inscribí junto con otros personajes que, como yo, querían ser escritores. El lunes que comenzaron las clases se publicó en un periódico de la ciudad un reportaje sobre los alumnos inscritos: había estudiantes de filosofía, médicos, abogados, un par de autores que ya habían publicado libros y un albañil; el artículo se centró en él; como yo no conocía a nadie, me senté a su lado y nos hicimos buenos amigos.

—Mira —me dijo en un cambio de clase señalando hacia atrás—, esos dos si son escritores de verdad —al fondo había dos muchachos que no tomaban nota de nada y platicaban en voz alta; extrañamente los maestros no les decían nada, eran Eduardo Antonio Parra y David Toscana.

—¿Pero por qué no escriben ni toman nota, son oyentes?

—Son escritores de verdad, o sea, sí escriben, escriben libros.

—Ahhh, pos sí, pero aparte de eso ¿no son sangrones?

—Noo para nada, yo les hice unos trabajos de albañilería en el departamento donde sesiona el panteón —así se llamaba su taller literario— y son buenas gentes.

—¿Y escriben bien?, no los he leído. Toscana y Parra, dices…

—Sí, mira, si leíste el periódico hoy sabrás que yo soy albañil, pero además soy lector y aspiro a ser “constructor de historias”, se oye mejor ¿a poco no?, así que te puedo dar mi humilde opinión: escriben chido.

—Chido chido ¿o nomás chido?

—Pues en la aventura lexicográfica que han emprendido yo observo que la literatura de ambos confronta los traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana.

—Ok, pos chido

Al poco tiempo yo tenía un apodo: “La media cuchara”, la verdad no me agradaba, yo aspiraba a que me dijeran poeta, entonces dejé de sentarme a su lado aunque lo saludaba siempre, pero el albañil repentinamente dejó de asistir, supe que estaban construyendo unas torres de lujo en San Pedro, es decir, le había salido jale; en otra jornada construiría historias, ni hablar, mi apodo afortunadamente desapareció.

Si hablé de los alumnos, los maestros eran punto y aparte, decían quítate que ahí te voy, había desde un argentino que contaba chistes malos de argentinos, un guionista de novelas de Televisa y el rumor de que cuando llegará la hora de aprender a escribir sonetos el mismísimo Roberto Gómez Bolaños “Chespirito”, era quien daría la clase, Jaime Augusto Shelley era tan estricto que el salón estuvo a punto de amotinarse, el más generoso de aquellos mentores fue Eduardo Casar, que impartía la clase de “emprendimientos para alcanzar la curiosidad”. Decía que Cortázar era un santo y nos habló del uso de nuestras lecturas para beneficio propio, fue el primero que me dijo usted es un poeta, pero no fue porque hubiese leído mis primeros versos, esto sucedió cuando me revisó un ejercicio que nos había encargado de tarea referente al beneficio de la lectura de Rayuela de Cortázar, yo le mostré el capítulo 7 que había fotocopiado en una reducción que cabía en mi cartera, lo había enmicado y lo usé en algunas citas amorosas para improvisar y me dio como resultado, ¿por qué no decirlo?, mucho cariño.

Ante tal ocurrencia Casar me dijo lo que un joven veinteañero que enmicaba poemas quería escuchar, yo le creí y le seguí, espero haber dado el estirón.

(Aclaro: seguí escribiendo poemas, no enmicándolos.)

2. La dichosidad

—Mira, Papá (me dijo mi hija adolescente), están saliendo en la tele unos escritores que no paran de hablar, ash, seguro me vas a decir que los conoces…

—Claro, uno de ellos fue mi maestro —le respondí orgulloso.

—¿Cuál de todos, el que parece que va a estornudar?

No sé porqué Natalia se refirió físicamente así al maestro Casar, pero recordé que esa misma descripción, fue un ejemplo que nos dio en ese entonces para hablar de las características de los personajes literarios.

—Ese de ahí —le dije tocando la pantalla— se llama Eduardo Casar, es un señor que se dedica a ser sabio y a ser curioso y a ser poeta y fue mi maestro en la escuela de escritores y acaba de salir un libro de él que se llama Nueva ley de grave edad (1981-2024.) (Selección e introducción de Alfredo Barrios, UNAM, col. Poemas y ensayos).

—¿Está grave por la edad?, ¿está enfermo? —comentó Natalia, preocupada— ah, por eso va a estornudar o sea ¿se está aguantando el estornudo porque en la tele, ahí en el programa no puede estornudar?, yo creo que si estornuda interrumpe a los otros escritores que no paran de hablar, seguro en los comerciales podrá hacerlo con tranquilidad y como dices que es sabio, no sé, imagino que es de los pocos que pueden estornudar con tranquilidad.

—No había pensado en el estornudo como…, A ver espérame deja mando un Whats a la dichosa… Saludos desde Monterrey, podrían hablar del estornudo y su aliento literario…

—Papá, ¿a poco existen escuelas de escritores donde te enseñan a escribir y así...?

—Mira ya lo dijo un sabio:

Nadie sabe lo que escribe
hasta que lo ve ya escrito.

                                        (Refrancamente, pág. 224)

3. Poemas pasados en limpio

Decir que Casar ya pasó sus poemas en limpio, además tiene la edad para haberlo hecho ya, no es nada grave, tampoco es una ironía amable como las que disfrutamos en parte de su poética, incluso sus poemas los pasó no solo en limpio, sino al aire limpio y aquí me refiero a Unos poemas envozados del 2012. Pulido —esto me encanta decirlo— es sinónimo de brillante y no es nada personal, el asunto es reflejarse como lectores en esa limpieza, en ese brillo libre de atajos que da la oportunidad de detenerse, de reflexionar, es decir, a mirar, a acariciar, a coincidir, a asombrarse ante el amplio mundo que Casar sintetiza con maestría, los textos de Caserías (1993) son un buen ejemplo, tomémonos el tiempo para este poeminimo:

EL FIN
Justifica los miedos.

                                (pág. 99)

3. Casar no se encasilla.

Es imposible no pensar en Nicanor Parra cuando lo leemos o cuando lo escuchamos divagar en la dichosa palabra, pero Casar no se encasilla porque la casa de Casar es el lenguaje a sus anchas, es de esos maestros que saben muy bien lo que dicen incluso cuando escribe que las palabras no saben lo que dicen, ve preciosas y precisas a las encrucijadas a las que te transporta porque habla y afirma sinceramente:

La vida es sueño.
Lo prueban
las pesadillas que vivimos
                                        (Ataque y contrataque, fragmento, página 61.)

Yo no sé si yo si me encasillo al decir que este poeta se revela y se rebela, mejor digo que este poeta le hace unos hoyos a la tapa de la caja del tiempo para que la palabra pueda rescatarnos. ¿De cuando acá se nos ocurre que hay causas tan seguras como la poesía?, ¿de cuando acá uno se da cuenta de que con la edad es grave no leer a ciertos poetas como Casar?

En mi dispersión carbonatada puedo afirmar —al igual que lo hace Alfredo Barrios en el prólogo— que este poeta nos acerca no solo a su poesía sino a la poesía en general y que además nos obliga a cuestionar nuestra cotidianidad y nuestros saberes, entonces, gracias Eduardo Casar por venir a nuestros porvenires.

AQ

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