Momentos antes de que amanezca

Reseña

'Después, seguía la muerte', de Silvia Eugenia Castillero, es una voz que se descompone y alarga en la resonancia de sus ecos. Es la crónica de un tiempo que se cae a pedazos.

Portada de 'Después, seguía la muerte', de Silvia Eugenia Castillero. (Universidad Autónoma de Nuevo León)
José Javier Villarreal
Ciudad de México /

Lo complicado, decía Lezama, es aquello que te musita al oído el diablo; pero lo complejo se debe al susurro del ángel; sin embargo, el hombre, la mujer, la legión que los integra, es siempre la misma.

Los cuadros o tratados son el soporte estructural de El Lazarillo de Tormes, de las inverosímiles aventuras de don Quijote en los dos Quijotes. Silvia Eugenia Castillero, en Después, seguía la muerte, nos hace ver y oír, nos coloca frente a aquello que lastima y duele. Un libro, el suyo, que nos invita a un juego de naipes, a una partida donde la picaresca concede terreno al horror y a la tragedia. Los personajes son retratados a través de sus voces, de sus lamentos e infortunios. La colección de textos en prosa y en verso son un rumor, una corriente de conciencia, que acelera y desacelera. Los tonos se enfrentan, se funden y rechazan. Estamos ante una poética oscura, descarnada, cruda, en su afán testimonial. Si tenemos la novela de la no ficción, podríamos argumentar que, en Después, seguía la muerte, tenemos la poética de la no ensoñación, de una realidad exacerbada, atroz, ríspida, en la celebración, paradójica, de lo pobre, de lo muy pobre, que rodea la trata de personas, las vejaciones y los repetidos abusos de poder, tanto en lo íntimo como en lo social.

Esta poética tiene sus antecedentes en el mundo clásico, concretamente, en la lírica latina. Si leemos las Heroidas, de Ovidio, en traducción de Antonio Alatorre, veremos el instante previo a la tragedia y al horror. Las protagonistas de lo cantado afilan el puñal, preparan la pócima, ante la desgarradura que les ha tocado vivir. Victimarias víctimas de una historia de vejaciones, engaños y abusos. Pero este universo hosco y brutal lo reconocemos también en los Poemas proletarios, de Salvador Novo. Se adensa un caldo de cultivo aderezado por la falta. Esa violencia cotidiana que horada y corrompe; primero, a la persona, después, al tejido social.

Doy un ejemplo, un momento de potencia, que encontramos en el apartado titulado “Lucrecia”. En este caso no será la Lucrecia, audaz y satisfecha, de la Mandrágora, de Nicolás Maquiavelo, sino la de Shakespeare, la violentada e inmolada, que se canta en La violación de Lucrecia. Escribe Silvia Eugenia Castillero:

¿Por qué fui claridad y no aborto,
por qué soy razón y no muerte en el útero,
por qué puedo andar y no estoy descoyuntada,
por qué me amamantaron y no me desnutrí?
Sería para mí el más grande mausoleo,
desde allí podría vituperar a dios;
reina sería desde el mármol
y no habría sangre corriendo por fuera de mis ojos.
No sería una en el tumulto de los malos,
podría escanciar mi propia suerte
sin reñir exhausta a los cautivos como yo
a los esclavos que me esclavizan.
Dejaría de escuchar la voz del capataz
para solo oír el pasar de la tierra por encima de mi cuerpo.
La paz sería mi reino,
no habría luz para los desdichados
ni cobijaría mis amarguras.
Mi sepulcro sería mi deleite;
mi gozo el camino cerrado de la tumba.

Hay una estética de lo terminal. Momentos escriturales que se nos han convertido en cimas son Hospital británico, de Héctor Viel Temperley, y Veneno de escorpión azul, de Gonzalo Millán. La crónica de una agonía corporal. El desmoronamiento físico que se plasma en una dimensión rilkeana donde la belleza surge de lo terrible de una descomposición orgánica. Pero, siguiendo la huella de la estética de lo terminal, también aparece el tejido social, el cuerpo colectivo del cual formamos parte. Por estos senderos del deterioro, de la necrosis social, está INRI, de Raúl Zurita; pero también, desde la perspectiva, no del rencor, pero sí de una picaresca fragmentaria, podríamos añadir Después, seguía la muerte, de Silvia Eugenia Castillero.

Un mundo oscuro y repetitivo, opresor y asfixiante. La mar viene y va, presenta bahías y ensenadas, extensas e infinitas playas, estrechos y escarpados fiordos. Esto, en cuanto al ritmo, al rumor que desprenden los textos. Pero mar adentro, en la inmensidad, siempre se encuentra el riesgo: el mar es el mar, y cabe en la cajuela, se hincha y duele en los golpes y vejaciones, en las múltiples formas —todas avasallantes y humillantes— de la violación. Oscuro es el laberinto por dentro y por fuera; negra es la puerta, y negra también la habitación tras ella, la azotea, el baño, la bodega, el camino, el desierto, la ciudad, la fosa.

Silvia Eugenia Castillero, en Después, seguía la muerte, nos pone frente al muro, nos coloca en el amasijo de las muchas historias que se van despojando de anécdotas y particularidades a fuerza de confesarlas para revelarse en un solo cable de acero, en una cuerda, mordaza, cinta canela. El silencio no tiene cabida y los murmullos, como hervidero, nos atosigan y escaldan. Después, seguía la muerte es un libro hosco. Una voz que se descompone y alarga en la resonancia de sus ecos. Una imagen que se desbarata. La crónica de un tiempo que se cae a pedazos.

AQ

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