Una corriente de la poesía contemporánea tiene como carácter principal crear textos (poemas y ensayos) que intentan saber qué es un poema. En esta ansiedad “cognoscitiva” destaca como herramienta principal de entendimiento un espíritu destructor. En él domina la idea de que la poesía anterior a la explosión creativa de las vanguardias históricas —la tradición— representaba un arte unitario, afirmativo, totalizante y, por todo ello, artificial, ralentizado y excluyente. En realidad, nos encontramos de nuevo con el lema “es más hermoso un Chevrolet que la Victoria de Samotracia” y vemos elevarse, una vez más, si no un manifiesto, sí una carta de inconformidad. Y, detrás de ella, descubrimos también una estética que se asume contracultural. ¿De verdad lo es?
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El libro El lenguaje del poema (Gris Tormenta, 2024), de Mario Montalbetti, expresa de manera inteligente y sugestiva esta posición crítica. Él parte de una correspondencia orgánica fundamental: el vínculo que existe entre verso —como parte— y poema —como conjunto. Montalbetti piensa que el verso es una “contorsión horizontal” que rechaza la transparencia vertical, el sentido. Por eso dice: “el verso se resiste a significar. Cuando el verso accede y concede la significación, ya ha pasado a convertirse en poema”. Él, inmediatamente, aclara que “no hay nada malo en esto”. Sin embargo, este distingo le permite sostener, de modo subrepticio, que el verso en su naturaleza esencial no representa nada y que podemos pensar, por tanto, en un poema que no llegue a la significación porque está hecho de contorsiones. De aquí salta a una afirmación aún más radical: “El lenguaje es una herida que no cauteriza a menos que lo drenemos de sentido”, de lo cual deriva más adelante que el poema es mejor en estado líquido, contingente, en vez de una potencia y una necesidad —como quería Gonzalo Rojas: “Red en el abismo de las cosas y número”. Finalmente, y después de muchos malabarismos, Montalbetti sostiene que el poema es la emergencia de “el lenguaje de se-habla” (expresión “heideggeriana” horrible). Aunque no dejan de tener interés estas aproximaciones sobre el poema, no sólo son onanistas, sino que parecen defender un onanismo, no poético, lingüístico, que postula al poema como un borboteo que sólo dice por decir, sin ver, y que no va a ninguna otra orilla (Paz). Entendemos por qué se ha pretendido destruir la unidad sonido/sentido, la matriz de la creación, pero es un acto fallido. La sociedad moderna, el capitalismo, se caracteriza por la fragmentación de todas las cosas y por la destrucción de todo vínculo con el pasado y con lo esencial, si le estorba. Antes, los poetas luchaban, por lo menos en el siglo XIX, contra esta tendencia; pero ahora la alimentan y, al hacerlo, tal vez se suicidan. Al aceptar el espíritu de cambio destructor, muchos poetas comenzaron a ser muy poco y, a veces, nada. Las vanguardias históricas creían que el desplante violento era antiburgués. No lo era. Sólo los que defendieron la unidad fenómeno/noúmeno —decir/ver— del poema (como Vallejo, Pessoa, Borges, Paz…) dejaron una gran huella. Quizá la lingüística es, no un fin, sino el final, la desaparición del poema.
AQ