Pepe Serpentinas

Café Madrid

Siempre colorido y siempre en movimiento, así vive José de la Colina en el recuerdo, a noventa años de su nacimiento.

José de la Colina, escritor mexicano. (Foto: Jorge Carballo)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Pepe Serpentinas fue hijo de un tipógrafo anarcosindicalista, graduado en la Universidad de la Lectura (nada más, pero nada menos) y casado con una campeona de tiro al blanco con flecha, que encontró el placer en la escritura, convivió con los fantasmas del cine, departió con dos genios (Octavio Paz y Luis Buñuel), descubrió y animó a una ristra de nuevos narradores, fue un observador andariego, lleno de humor y agudeza, que en el plano secuencia de su vida sólo se rindió ante los mimos y maullidos de una gata llamada Polvorilla. En el prólogo de sus Libertades imaginarias, un conjunto de ensayos sobre la literatura como juego (que bien podría leerse como su credo particular), el filósofo Alejandro Rossi dijo de él: “Posee el gusto del virtuoso por los hallazgos del oficio, un efecto, un adjetivo, una imitación voluntaria, una ironía. La suya es una prosa libre y a la vez de un oído perfecto, carente de jergas muertas, con mucha serpentina y muy rica en miradas laterales.”

Esta definición certera es la que siempre me viene a la mente cuando recuerdo a José de la Colina. De hecho, parece que lo estoy viendo ahora mismo celebrar su cumpleaños entre amigos y discípulos, primero en un acto oficial en el Palacio de Bellas Artes y luego en una cantina, con su infaltable boina y su saco de pana, zambulléndose en charlas culturetas y copas bien servidas. Así lo vi, entre otras ocasiones, cuando cumplió 75 y cuando celebramos el primer aniversario de este suplemento y cuando presidía las tertulias en el viejo Salón Palacio. Don Pepe era siempre colorido y estaba siempre en movimiento, como las serpentinas.

A mí me gusta imaginármelo departiendo con Rosa Li, pidiéndole entre suspiros “un café de chinos”, amando y odiando al mismo tiempo su Esmógico City, repartiendo piropos a las chicas guapas, saboreando los guisos de su querida María, haciendo gala de su cultura sin pedantería, de su generosidad desmedida y de su gracia afilada. A veces parece que lo miro aquí, en las figuras y los rostros de varios madrileños que fueron niños de la posguerra. Ya una vez conté en este espacio algunas lecciones que me dio en vida y anécdotas que compartí a su lado. No recuerdo quién me dijo que en el tiempo que yo lo traté “ya era otro”. Porque antes tenía un ego enorme y no toleraba la incultura de quienes tenía alrededor. Puede ser, pero el Pepe de la Colina que yo conocí era siempre un señor alegre y un maestro en toda la extensión de la palabra. Llegó el momento, incluso, en que pensé que él era nuestro Gómez de la Serna y no entendía por qué no formaba parte de los catálogos de las grandes editoriales ni recibía los premios más importantes del mundillo cultural.

Confieso, sin embrago, que comencé a adentrarme en su obra bastante tarde. Primero leí, cómo no, La tumba india (cuento modélico para la posteridad) y quedé deslumbrado por su fuerza literaria. No sé si él era consciente del enorme logro que había alcanzado porque, repito, jamás noté en él soberbia y pedantería (al contrario: en un ejercicio de honestidad intelectual reconocía sus limitaciones, como cuando decía “no tengo madera de novelista”). En la librería de la Facultad donde estudié me encontré un ejemplar de la colección “Material de Lectura”, a 10 pesos, que contenía seis cuentos colinianos con una estupenda nota introductoria de Juan José Reyes en la que define la narrativa del autor como “una rara belleza, la que nace de la fuerza, diríase una belleza airada, y sin duda una belleza aireada, que hace fluir una prosa de relámpagos y crestas, de honduras luminosas, de pura fidelidad a un ritmo propio y puro y de todos.”

Pero yo entonces aspiraba a ser un periodista cultural y fueron sus ensayos agrupados en Libertades imaginarias los que más marcaron. Porque el libro era un canon literario que debía tomar en cuenta para ecléctica mi formación (de Dante a Calvino, pasando por San Juan de la Cruz, Cervantes, Borges o Pinocho y Cri-Cri) y porque su estilo lúdico era un ejemplo a seguir. De sus textos cinematográficos también aprendí un montón, pero mi admiración hacia él se disparó cuando llegué a sus microrrelatos porque sabía que con mi capacidad de síntesis (atrofiada de nacimiento) jamás podría hacer algo así (contar tanto con tan pocas palabras). Pero ya me estoy poniendo solemne y… eso a él no le habría gustado. Mejor brindemos por Pepe Serpentinas.

AQ

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