Con diversas modulaciones, y conceptos y estrategias de lucha diferentes, es perceptible una consistente continuidad en las ideas, referentes sociales, expectativas y objetivos de la intelectualidad socialista en los siglos XIX y XX. Orgánica (con respecto de las clases subalternas) y comprometida (con respecto de la ideología y la política), ésta posee un ethos anticapitalista y suele ser cosmopolita. Su núcleo reflexivo es la llamada cuestión social, concebida en el siglo xx como justicia social y, contemporáneamente, como equidad. La pregunta crucial era cómo avanzar en la consecución de los objetivos socialistas en un país capitalista periférico. Las reformas graduales o el cambio revolucionario eran la alternativa sobre la que habría que optar y los eventuales aliados o “compañeros de ruta” algo nada trivial que elucidar. Si se tomaba la ruta revolucionaria el recurso de la violencia o la opción civilista eran los caminos elegibles. Y, de tomar partido por dicha alternativa, había de discernirse sobre cuál democracia y el papel de ésta en el conjunto de la estrategia. ¿La democracia sería un fin en sí mismo o un instrumento para alcanzar los objetivos socialistas? ¿Eran éstos una elucubración utópica o podían enunciarse con base en la ciencia? Recurrentemente, aparecieron estas preguntas en las posturas y debates de las distintas izquierdas y en las elaboraciones teóricas de su inteligencia.
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El primer socialismo aceptó la modernización política liberal, pero haciéndose cargo de la cuestión social. Ello suponía la ampliación de los derechos universales, la reorganización de la sociedad (en la esfera productiva y la socialidad misma), el municipalismo (como se entendía el comunalismo), la democracia directa, el federalismo, la “ley agraria” y la nivelación de las clases, mejorando la condición de trabajadores, mujeres e indígenas. Apelando a la persuasión y el convencimiento, el socialismo romántico buscaba clausurar los privilegios de la aristocracia y promover el trabajo de toda la sociedad, distribuyendo los bienes materiales y espirituales al conjunto de sus miembros, sin necesidad de utilizar el dinero. La armonía pasional, comunitaria y universal, esto es, la fraternidad, cobraría existencia plena de acuerdo con Plotino Constantino Rhodakanaty (¿1828?-1890), quien llegó a México en 1861 y expuso ampliamente la perspectiva socialista, además de formar el ¿partido? socialista pionero en el país que intervino en las luchas campesinas (Chalco, Sierra Gorda) y en el naciente movimiento obrero. La Social, organización fundada en 1871, interactuó marginalmente con el movimiento socialista internacional. No obstante, el médico griego estuvo desvinculado de otros escritores socialistas mexicanos y desconocemos, si los hubo, los nexos con los socialistas que le sucedieron.
A la vuelta de siglo se difunden las ideas anarquistas en el país sin haber todavía organizaciones políticas de este signo. Será en el exilio en los Estados Unidos donde los hermanos Magón y el ala radical de su partido abracen el código ácrata. Ricardo Flores Magón (1873-1922), desconocedor del precedente rhodakaniano, adoptó el anarcocomunismo. De acuerdo con el revolucionario oaxaqueño, había que acabar con las taras de la sociedad moderna —el Estado, el capital y la Iglesia— y procurar un orden en que la sociedad se autogobernara sin la intervención de las instituciones representativas y el intercambio de mercancías fluyera sin la mediación del dinero. En la circunstancia mexicana, la insurrección sería la estrategia idónea no para alcanzar el poder, antes bien para destruirlo. Esta era una diferencia fundamental de la concepción magonista respecto de sus contemporáneos comunistas, quienes caracterizaron al Estado como una máquina de dominación de la que habían de apropiarse los revolucionarios para transformar el orden político y el entramado social. Por ello, sin minimizar la importancia de la Revolución de Octubre para el curso de lav revolución mundial, Magón no dudó en nombrar “socialismo autoritario” al gobierno bolchevique, augurando una próxima revolución que instaurara un socialismo libertario. Magón y después Revueltas harían la crítica de la Revolución mexicana.
De nacionalidades, generaciones y trayectorias políticas disímbolas, Víctor Serge (1890-1947) y José Revueltas (1914-1976) simbolizan la disidencia comunista. Una corta vida no fue óbice para realizar una vasta y robusta obra que sumó la novela, el ensayo político, la filosofía y la historia. Ambos experimentaron varias de las mutaciones posibles del ser comunista, confrontándose con el estalinismo y, en el caso del escritor ruso nacido en Bélgica, también con el voluntarismo trotskista. Expulsados de las respectivas organizaciones partidarias, nunca abandonaron la crítica del proyecto de emancipación humana en el que comprometieron su vida ni tampoco la expectativa de un futuro socialista. A despecho de estas semejanzas, las trayectorias intelectuales de Serge y Revueltas tienen diferencias importantes, por razones generacionales y de contexto político, además de las elecciones propias. El comunista belga simpatizó con el anarquismo antes de incorporarse a las filas bolcheviques, en tanto que el novelista mexicano comenzó su socialización política en el estalinismo. Cuando Serge muere, Revueltas orbita aún alrededor de aquél. La derrota de la Oposición de Izquierda y el movimiento de 1968, en cada caso, constituyeron hitos fundamentales que los conducen a reformular sus tesis, convirtiéndose uno y otro en potentes críticos del socialismo soviético, aunque Serge fuera más lejos al caracterizarlo como totalitario. Sendas novelas mostraron la maquinaria represiva del estalinismo (El caso Tuláyev, 1942; Los errores, 1964), pero la perspectiva del exiliado ruso es bastante más desesperanzada con respecto del futuro del socialismo y de la eventual reforma del bloque soviético.
La crítica de las instituciones modernas, constituye la médula de la reflexión profunda acerca de la Modernidad realizada por Iván Illich (1926-2002), que propuso como alternativa al modo de producción heterónomo de la sociedad industrial (incluida la soviética) la sociedad convivencial o modo de producción autónomo, la cual adecuaría a escala humana la producción de bienes, recompondría el vínculo con la Naturaleza, recuperaría la pluritécnica y el empleo compartido de las herramientas, y regresaría a la sociedad el dominio sobre su destino mediante la autogestión. Un colectivismo que promoviera y respetara la libertad de los concurrentes, la deliberación razonada y el bien común serían algunos de los rasgos del horizonte convivencial.
Luis Villoro (1922-2014) compartía esta perspectiva cristiana, pero en una versión más afín con el socialismo romántico, con la peculiaridad de que ésta no estaba reñida con el nacionalismo ni tampoco con el comunismo, lo que no obstó para expresar las diferencias y señalar la raigambre autocrática del régimen soviético —al igual que Serge lo llama también totalitario— y los componentes autoritarios de los populismos contemporáneos. El Estado plural y la democracia republicana serán formulaciones clave del filósofo mexicano con las que trató de responder a los retos de la sociedad por venir tras el colapso de la alternativa socialista y la rebelión neozapatista. Un Estado multicultural, un federalismo radical, la actualización de la democracia directa (en clave republicana y de índole participativa), el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, y la no exclusión como principio normativo serían algunos de los fundamentos de la comunidad ética en la que se concretaría la fraternidad.
El comunismo duro, el debate partidario acerca de la estrategia eurocomunista y el devenir de la izquierda nacional, unieron y también distanciaron a Enrique Semo (1930) y Roger Bartra (1942), camaradas políticos durante un cuarto de siglo. Incorporados a las filas del comunismo mexicano en el deshielo estalinista (el encinismo vernáculo), uno y otro contribuyeron a la renovación del marxismo de la década del setenta caracterizando desde sus respectivos campos la formación social mexicana. Si bien las diferencias políticas venían de antes, la valoración del quehacer de la izquierda dentro del régimen de la Revolución mexicana (¿aliado o adversario?) construyó una barrera infranqueable entre ambos. Con la desaparición de las siglas socialistas, Semo giró hacia la izquierda nacionalista y Bartra lo haría en dirección de la derecha liberal, las dos con la herencia priista en las alforjas respectivas, ninguna con un proyecto sólido de país.
Carlos Illades
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Escribió, con Rafael Mondragón Velázquez, 'Izquierdas radicales en México. Anarquismos y nihilismos posmodernos' (Debate, 2023).
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