A principios de 1966, Pete Townshend le comentó a Kit Lambert, manager de The Who, que estaba “escribiendo una ópera rock”. Se refería a la parodia al estilo de Gilbert y Sullivan que preparaba como sorpresivo regalo de cumpleaños para Kit, aunque, sin menoscabo de su incipiente carrera de compositor, Pete ya había advertido que el formato de canción, constreñido entonces a tres minutos, limitaba trabajos de mayor envergadura. Fue el propio Lambert –hijo de una familia relacionada con el ambiente musical y escénico– quien estimuló el interés del guitarrista por la música clásica, particularmente por la ópera, y le prestó su palco en la Royal Opera House en Covent Garden.
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A medida que se cultivaba con el género y analizaba los recursos de Henry Purcell y Benjamin Britten —cuya influencia es audible en Quadrophenia—, Pete comprendió que la angustia adolescente encauzada como un reclamo social, detonada en My Generation, podía proyectarse de manera más ambiciosa recurriendo a esa forma. Así comenzó a experimentar con piezas a las que denominaría óperas, minióperas u óperas comprimidas. El germen más antiguo de Quadrophenia, así sea por el nombre, está en Quads, que refiere una historia futurista donde unos padres que habían solicitado cuatrillizas reciben en el paquete a un varón, pese a lo cual deciden educarlo como niña. La canción se transformaría en I’m a Boy y es un antecedente de Tommy (1969). Más importante fue la siguiente tentativa, A Quick One, While He’s Away –incluido en A Quick One, 1966–, que, en nueve minutos y seis secciones–todo un exceso para la época–, relata la infidelidad de una esposa y la reconciliación con el marido (¿eco de Noche transfigurada de Arnold Schönberg?). El mismo concepto del tercer álbum de la banda londinense, The Who Sell Out (1967), una sátira sobre la industria publicitaria y a la vez una elegía por el rol que las estaciones radiofónicas ilegales (piratas) cumplieron en el asentamiento del rock en Gran Bretaña –y en la fama del cuarteto–, revelaba que para Townshend, quien ya había asumido el liderazgo que en principio detentara Roger Daltrey, el único horizonte posible eran las obras unitarias.
Para un escritor y un cronista musical, sería más fácil conmemorar el 50º aniversario de Quadrophenia recapitulando su influencia en el cine y la moda, su legado estético y su repercusión, no sólo entre la juventud a lo largo del tiempo, sino en el campo de los estudios culturales. Tal balance, sin embargo, resultaría incompleto porque omitiría el mérito primordial del mejor álbum de The Who: la música. Guiado por una intuición más poderosa que su competencia técnica, dotado de unas rudimentarias nociones de orquestación y cierta familiaridad con la tradición operática, para la escritura del sexto álbum del grupo, Townshend se concentró en los sonidos, en los timbres y en los ritmos antes que en las letras. Gran parte de su escritura se apoyó en el sintetizador ARP 2500 que le permitió emular acentos orquestales. Si queremos honrar esta obra, debemos escucharla aquilatándola como una composición clásica, en la que los temas musicales trasmiten los temas narrativos. En la pieza augural, “I Am the Sea”, se perfilan los correspondientes a las cuatro personalidades en que se escinde la sique de Jimmy, el protagonista mod, los cuales se identifican con los nombres de cada miembro del cuarteto: “Love, Reign O’Er Me” (tema de Pete), “Helpless Dancer” (tema de Roger), “Bell Boy” (tema de Keith) and “Doctor Jimmy” (tema de John). De igual modo, los sonidos “reales” –grabaciones de campo del propio Townshend– que se convertirán en motivos a través del disco se presentan aquí: el flujo de la marea, los chillidos de las gaviotas, la lluvia… “Quadrophenia”, la tercera pieza del álbum, concebida como una obertura, retomará esos temas estableciendo la oposición fundamental entre el primero, anunciado por los instrumentos de viento –la mayoría de los cuales ejecutó John Entwistle– y rubricado por el violonchelo, y un segundo tema, en una escala más aguda, con arpegios en los que se mezclan el piano, las cuerdas, los violines y nuevamente los metales, asociado a “Love, Reign O’er Me”, auténtica apoteosis de la obra y probablemente del canon de The Who. A manera de transición entre ambos, surge el tema de “Helpless Dancer”.
Imposible efectuar un análisis minucioso de los elementos en un espacio tan limitado. Asiento, en cambio, que Townshend, al comprender la dimensión escénica de la música –aprendida no sólo de la ópera sino del cine, por el que había cobrado cada vez mayor interés–, descubrió que no era necesario recurrir a las palabras para describir la descomposición de su personaje: bastaba con las notas. Así, las reminiscencias del rhythm & blues y del rock acompañan las reminiscencias de las noches de euforia de Jimmy, sus peripecias rolando en motoneta en compañía de sus compinches, todos hasta las narices de anfetaminas, mientras que el tema que insinúa gravemente el chelo en “Quadrophenia”, la pieza, retornará en diversos momentos, por ejemplo en “The Dirty Jobs”, al inicio de “Helpless Dancer” y en el interludio posterior, donde se transporta a una escala más alta. Además de esta evocación temática que sustenta la narrativa, encontramos pasadizos entre canciones. Así en “I’ve Had Enough” se retoma un estribillo (el que comienza con “My jacket’s gonna be cut…”), presente también en “Sea and Sand”. Por su parte, los compases de “Love, Reign…” se insinúan en diversas piezas, incluida la mencionada “I’ve Had Enough”. Esta narratividad musical contribuye a esa sensación de turbulencia emocional y psicológica que aborda la obra: el trastorno síquico del protagonista, cuyas cuatro facetas representarían las presiones con la familia, con la sociedad, con su propio grupo y sus anhelos románticos.
Auténtica recapitulación de una vida que se dirige hacia un voluntario final —aunque mi percepción crítica es que Jimmy no se suicidará—, Quadrophenia discurre entre el encuentro —más bien, encontronazo— de las distintas personalidades que palpitan en su interior, y el conflicto entre estados que parecen irreconciliables: el afán de ser único y a la vez de pertenecer a una multitud, esa angustia que provoca la moda, hubiera dicho Georg Simmel; entre la euforia y la depresión, emblematizadas por el consumo de anfetaminas y de alcohol; las bravuconadas machistas y el anhelo romántico; las preocupaciones terrenales y el deseo de trascendencia espiritual. Esta disputa se urde, principalmente, mediante notas musicales: los arpegios de piano, las cuerdas, los trinos que indican tanto un aprendizaje de la tradición barroca como del impresionismo —de ahí la similitud de este tema con la evocación marina—, los acentos de blues con la guitarra farfullando notas que parecen sugerir el tartamudeo de la estrella de rock —un guiño a My Generation—, las secuencias de metales inspirados en los cuartetos de cuerdas pero también del sonido Motown y del incipiente funk… En el trasfondo, como una auténtica urdimbre, Keith Moon con sus concatenaciones de jazz y sus trepidaciones de consagración primaveral, otorga una dimensión wagneriana a una obra que pese al medio siglo transcurrido no ha perdido vigencia, sino que por el contrario se acrecienta como una de las mayores proezas del rock.
AQ