Cuando, en la tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, el protagonista, patético, peripatético y (para mí) uno de los menos simpáticos de la obra de Shakespeare, recorre la galería del palacio de Elsinor meditando cómo armar la venganza prometida al fantasma de su padre y leyendo o fingiendo leer un libro, el viejo chambelán y charlatán Polonio le sale al paso y, con la intención de investigar las intenciones del príncipe, inicia un diálogo pretendidamente casual. “¿Qué estás leyendo, señor?”, pregunta el gentilhombre de cámara improvisado en espía palaciego. “Palabras, palabras, palabras” (Words, words, words!), responde lateralmente Hamlet.
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Y el príncipe Hamlet, tan pedante e intratable como acostumbra, soltará este comentario en el que más parece injuriar al añoso Polonio que reseñar un libro: “¡Calumnias, amigo mío! Porque el maldiciente satírico dice aquí que los viejos tienen la barba gris, que sus rostros están surcados de arrugas, sus ojos destilan espeso ámbar y goma de ciruelo y que adolecen de una cuantiosa falta de juicio, a la vez que de gran flojera en las nalgas; todo lo cual, señor mío, aunque yo lo creo a pie juntillas, no encuentro, sin embargo, decente que lo pongan así en esos términos, porque vos mismo, amigo, seríais como yo si pudiese andar hacia atrás como los cangrejos”.
Recuerdo que cuando, asistiendo en la adolescencia y en una arrabalera sala de cine a un insólito programa doble: Las aventuras de Robin Hood y Hamlet, me hallé desprevenidamente conociendo la tragedia del príncipe danés filmada por Lawrence Olivier y actuada por él mismo con cierta letargia de zombi a tono con el protagonista, el cual, para mi gusto, se veía demasiado inactivo después del saltarín y sonriente Robin Hood-Errol Flynn. Me inquietó el hecho de que no se dijera el título ni el autor del libro (cosa que bastaría para infamar hasta al más humilde de los reseñistas literarios), y sin que el fotógrafo nos ofreciese un primer plano del volumen. ¿Qué libro era? El dato no podía ser insignificante en un drama tan serio, y protagonizado por quien a mi juicio no hacía nada de manera espontánea e irreflexiva. ¿Mentía el taimado príncipe y estaba leyendo un tratado sobre la eliminación de parientes traidores o la fabricación de venenos tan mortales como indelebles?, o bien ¿tenía en las manos, por no haber memorizado sus líneas, precisamente la tragedia de Hamlet escrita por William Shakespeare, con lo cual podría darse lo que en francés llaman la mise en abîme: Hamlet que lee un libro en el que Hamlet lee un libro en el que Hamlet lee un…?
De cualquier modo, aparecido en la página y luego en el tablado y luego en la pantalla de cine, ese libro estaba presente solo “virtualmente”. El príncipe Hamlet leía, y leerá siempre que leamos o contemplemos su tragedia, un libro fantasma. Y aun si para meter un libro en las manos del actor, el departamento de utilería habrá contribuido con un tomo de cualquier cosa, lo cierto es que ese libro “actuaba” el papel de otro libro que en principio no existía sino en la imaginación shakesperiana y en la sarcástica reseña del príncipe: una obra, pues, tan espectral como el puñal mental de Macbeth o como el filosófico cuchillo de Lichtenberg.
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