Una de las cosas que más he pensado en la vida es qué significa ser mujer y si esa etiqueta limita o expande mi manera de ver el mundo. Lo único que he podido modelar, y no de manera definitiva, más bien por lo que alcanzo a ver, es que estoy más interesada en el hecho de ser humana.
Cuando me solicitaron esto que ahora escribo, pensaba desde cuál de todas las complejidades podía abordar el tema, qué traer a la mesa, qué se esperaba y para qué ojos escribía. Pensé en hacer un texto que rayara en lo académico, que de alguna manera demostrara que había leído a lo largo de los años varias teorías feministas, pero no solo eso, que las había cuestionado y ahora tenía una idea muy firme de lo que pensaba.
Eso, quizás, estaría muy bien visto y sanaría aquella herida de cuando el centro de mi universo me dijo que estaba muy bien mi trayectoria en Letras, pero que no podía ser feminista porque a mis 25 años no había leído todos los libros de Judith Butler, conocía a medias lo que defendía Ahmed, tenía en copias un par de libros de Rita Segato y medio había leído en artículos lo que pensaban Marta Lamas y Marcela Lagarde, mientras que él se sabía todos sus textos de memoria y hacía videos muy ilustrados al respecto.
Escribo esto no sin un poco de vergüenza, probablemente es la primera vez que lo haga público, pero lo hago porque no mucho tiempo después de ser nombrada “no feminista por falta de teoría” leí a Rebeca Solnit y entonces se me cayó el título que me había ganado a pulso, ¿o sin él? Su libro Los hombres me explican cosas me abrió montones de puertas a muchas otras más, pero, sobre todo, me hizo pensar en las experiencias de donde surgían estas teorías, con cuáles me identificaba y con cuáles no, más que por lo pulcro de los argumentos, por la sensibilidad de la experiencia que había tras ellos.
Unos años después de este acontecimiento, la conocí en persona. Ahí estaba encarnada la mujer que hizo que me arrancara una etiqueta para ponerme otras. Pensé en su humanidad, en la ligereza con la que caminaba, en lo grande que tenía la mirada, y que esa seguridad con la que se plantaba en este mundo la había visto en otra parte, pero no atinaba a saber en quién.
En casa somos casi puras mujeres, de esas que entre dos bajan y suben el tanque de gas por los tres pisos, de esas que se sostienen de pláticas en la cocina mientras se prepara el guisado del día, de esas que salen a trabajar, a la escuela, a la leche por la mañana, van al mercado, cuidan la casa y los corazones de las otras. Nuestra guía, mi abuela, nació en un pueblito de Tierra Caliente en Guerrero, Teloloapan, un pueblo panero, un pueblo que ya solo vive en la memoria de quienes caminaron sobre sus calles empedradas y llegaron a reconocer el olor a canela y anís sobre la carretera.
Elvira, mi abuela, fue la mayor de sus hermanos, nueve en total. Lavó, planchó ajeno, durmió muchas veces bajo el techo de las estrellas mientras trabajaba en Taxco para sacar adelante a sus hermanas y hermanos. Creció, tuvo muchos novios y fue la mujer que tras vivir la llegada de los aviones, la radio y la televisión a México, compró la primera rocola de su pueblo, leyó perfectamente la situación y planeó bailes, de esos a los que asistía el pueblo entero forrado de sus mejores galas, zapatos boleados, camisas almidonadas, vestidos con uno que otro encaje, todos bien perfumados y engominados.
Ella, doña Elvira, “la viejosa” por no haberse casado aun a sus 25 años, fue capaz de organizar semejantes fiestones en los que para entretener a las madres que acompañaban a sus hijas, y que ellas pudieran disfrutar un poco más de la compañía de sus pretendientes, les ponía un “piquetito” en su ponche para tenerlas contentas, para seguir la fiesta, para que la noche no terminara con despedidas sin suspiros.
La abuela fue esa que llegó al honorable Distrito Federal del brazo del amor de su vida sin tener en el refajo un solo peso y construyó una casita (sí, esa casa de la abuela de donde hemos salido varias generaciones) vendiendo quesadillas en el mercadito que nacía en las vías del tren que iba a Cuernavaca; esa señora que rompió las reglas del juego saliendo de su pueblo sin casarse, con visión para poner la casa de la familia a nombre de sus hermanas más pequeñas para que su papá no pudiera apostarla en una corrida de cartas; esa que amaba las películas del Santo tanto como leer su horóscopo todas las mañanas en La Prensa; esa mujer que era capaz de salir a defender con un palo a otra, o a todas, por estar siendo golpeada, aunque la regresaran a casa a piedrazos; esa mujer me crio.
En casa de la abuela había muchas reglas que se gritaban y otras que se cantaban, se bailaban o se reían. Teníamos como norma el disfrute. De pequeña tenía la sensación que todo el trabajo era para que en las fechas importantes, es decir en los cumpleaños, pudiéramos disfrutar sin preocupaciones. La fiesta, la felicidad, como decreto.
La cocina era el corazón de la casa. Teníamos un comedor, pero se ocupaba solo en Navidad o Año Nuevo. Todos los demás días, se sumara quien se sumara, cabíamos apretados, de pie, compartiendo silla, en esa cocina. Ahí no solo olía a queso frito en salsa y a frijoles de olla, también olía a su historia. Ahí fue donde me enteré cuánto le costó irse de su pueblo, cuánto extraña el pan de baqueta, las cajitas, las picaditas, sentarse en la puerta de su casa con una Yoli bien fría. Ahí me enteré de lo complicado que fue su primer embarazo por las habladurías del pueblo y de su propia gente. Ahí me contó entre lágrimas y risas cuánto le costó defender su idea de familia.
Esto suena sencillo, casi panfletario, pero la importancia de esto radica, si bien en la decisión misma, también en el hecho de que ella fue la primera hija nacida de un matrimonio en el que su madre, mi bisabuela Rafaela, mi pielecita de mango, fue ganada por mi bisabuelo en un juego de cartas. Es entonces cuando todos los privilegios desde donde puedo hablar ahora de feminismo no me alcanzan.
Ella me enseñó a silbar, a no deberle ni a la señora del Tupperware, a jamás depender de un hombre —por mucho que lo amara como ella a mi abuelo— en ningún sentido, a tomar decisiones, a saber que podía, de alguna manera, cambiar la narrativa de mi presente y de mi futuro, que el amor es sinónimo de cuidado. Me enseñó que las cosas más importantes se aprendían escuchando a las personas, que la “escuela” era básica, pero que había otras cosas que solo podía aprender viviendo.
Y entonces recuerdo su andar, ese tan suyo, tan elegante, tan altivo, tan siendo dueña de cada paso que daba, tan plantada en este mundo… Es ahí, justo ahí, en esa imagen en la que caí cuando tuve a Solnit de frente. Eso que aprendí limpiando romeritos en la mesa enorme de madera con un vasito de agua de guayaba a un lado era igual de importante que aquello que escuchaba en su conferencia. Justo ahí caí en cuenta que, aunque intentara explicarle a mi exmarido que quizá no era la más leída en esas teorías, había aprendido de la mejor.
Y entonces vuelvo a esa pregunta por la que nació esto y la verdad es que no lo sé. Soy una mezcla del tiempo y el espacio que habito y de todas las mujeres que me han acompañado, de mi tatarabuela Cuca, de Catalina, de mi bisabuela Rafaela, de mis tías abuelas Eva y Rosita, de mis madres Gema y Mónica, de mi madrinita Tete, de mis primas Mafer y Pao, de mi abuela Elvira…, de mi abuela Elvira.
AQ