Veo a Kiril, patriarca de Moscú y de todas las Rusias, decir que Putin es “un milagro de Dios”, bendecir misiles, promover la censura a los medios y execrar todo lo que suene a Occidente. Hojeo un par de libros de Alexadr Dugin y encuentro ese supremacismo ignoto de los resentidos, que llaman neo-eurasianismo; las lecturas rotas de Heidegger y Carl Schmitt... y me empiezo a poner amargoso y asustado: alguien, dentro de la cabeza, me repite: “esa gente tiene mil bombas atómicas”. Putin invade Ucrania y necesito ayuda porque no sé ni siquiera por dónde comienza la comprensión. Abundan los compañeros de viaje y los guías de turistas: politólogos, economistas, sociólogos que lo llevan a uno de la mano y son inteligentísimos y expertos y ninguno habla español. Pero algo no queda en su lugar, porque el asunto no se dirime en producción energética y alimentaria, problemas financieros, arsenales, estrategias, y uno no vive para los datos y las cifras, necesarios para ver, pero no para comprender: las radiografías no son biografías. Hay una historia que no conozco y una inmensa profundidad espiritual donde luchan los coros con las legiones.
Y de pronto Siglo XXI publica la Historia religiosa de Rusia y sus imperios, de Jean Meyer. Exacto: eso era, y era él. ¿Algún autor puede compararse con Meyer en esa rara pertinencia de explorar y explicar los polos, México y Rusia, donde Occidente se confirma y se refuta?
Las historias de los imperios pueden contarse desde el emperador, sus nobles y cortes, los jerarcas con que se amiga o desamiga: papas, cardenales, príncipes, reyes, o caudillos y jefes insurgentes. El relato puede quedarse en las alturas jerárquicas de la sociedad. Con las religiones no es igual. Por un lado, las feligresías tienen sus propias dinámicas horizontales y bien pueden ignorar a sus altos clérigos; por otro, son historias populares, que no se dejan resumir en su complejidad. Hay que echar mano de todo. Plutarco, por ejemplo, puede responder cualquier pregunta sobre la historia, política, estrategias y costumbres griegas, pero no sabe qué decir respecto de su religiosidad. Conoce y casi comparte la mitología, pero no sabe explicar si creían en sus dioses, ni cómo les hablaban los oráculos. Pero hay un modo de historiar que inventó Bernard Groethuysen en el siglo XX: reunió hojitas parroquiales, bitácoras, sermones, diarios de gante de la Iglesia y pudo obtener una historia de la conciencia burguesa y su religiosidad. Todo juega y se vuelve indicio.
Lo que ha hecho Jean Meyer con Rusia no va a la zaga. Veo que en la abundantísima bibliografía (ni un solo libro, entre cientos, viene de la lengua española, excepto éste) muchos se han acercado a Rusia con aparatos para generar una imagen unitaria, que resume y muestra en un sentido cuantitativo. Jean Meyer es demasiado sabio para hacer eso y lo sabemos desde los tres tomos formidables de La Cristiada. Lo digo fácil: la gran mayoría de los mexicanos creía tener una idea clara del conflicto de 1926-29: cosa de reaccionarios, catoliquitos necios. No sabíamos que no sabíamos, y no íbamos a averiguar, precisamente, porque creíamos saber. Meyer lo mostró con claridad, con profundidad, y ahora nos resulta candoroso e ignorante quien crea poder emitir juicios finales. Y en ese mismo lugar de calidad historiográfica hay que poner esta Historia religiosa de Rusia y sus imperios, que podría, si acaso, pecar de breve. Menos “micro”, menos “indiciaria”, menos “campo”, más de archivo, libros, erudición, pero al fin, un diáfano panorama de once siglos en la nación más rara de Occidente.
El cristianismo dice tener dos pulmones, ortodoxo y católico, pero respira con tres: los protestantes. Y Rusia, además, reclama apóstoles, lo mismo a Pedro, que a Andrés y, luego, a Pablo. Credos, sectas, movimientos espirituales que llevan juntos el miedo y la esperanza, la fe y su pérdida, las caridades y sus traiciones. Todo, junto a unos imperios que lo mismo pecan de ingenuos que de máxima crueldad, que se modernizan y se regresan con velocidades de vértigo y lentitudes tortuosas; del poder a la indefensión, de la fe encandilada al ateísmo prescriptivo de los comunistas... Ese largo cosmos que va de la imposición imperialista de creer a la de no creer, igual de imperialista, pero atea y fallida. “¿Por qué un libro dedicado a la religión?”, se pregunta Meyer. La respuesta es el libro, que no tiene desperdicio.
AQ