Síndrome de Néstor

Bichos y parientes

"Los de generaciones anteriores solemos burlarnos de las luchas de los más jóvenes: les falta fuerza, garra; no aguantan nada y tienen las manos suavecitas…"

Un grupo de mujeres entona "Un violador en tu camino" durante una protesta en CdMx. (Foto: Edgard Garrido | Reuters)
Julio Hubard
Ciudad de México /

El año de las protestas en la década de la queja. En el último número del año de la revista The New Yorker, Robin Wright dice que “cuando los historiadores vuelvan a 2019, la historia del año no será el torbellino que rodea a Donald Trump. Será el tsunami de protestas que arrollaron seis continentes y envolvieron tanto a las democracias como a las implacables autocracias”. Por todos lados las protestas parecen surgir de la nada; los movimientos súbitos, de masas, no violentos se han convertido en la principal amenaza de los gobiernos en todo el mundo. “Siempre se han dado en olas”, recuerda Wright, y la más reciente inició en 1968, el “año que sacudió al mundo”. Ahora es quizá más profundo el movimiento: gobernantes han sido depuestos; otros están bajo amenaza de caer, y otros han tenido que dar marcha atrás en sus reglamentos.

En 1968, el poder residía en el cañón de un rifle; ahora, las demandas de las insurgencias son dispersas y endebles porque las generaciones jóvenes vienen de una cultura política que ha confundido sentimientos y deseos morales con principios jurídicos. Asumen papeles de víctima sin registrar que su acción es decisiva y necesaria pero no inocente y, mucho menos, sin consecuencias. “Ni aguantan nada”, dicen los viejos mientras los jóvenes “se triguerean”.

Los reclamos de la generación del 68 produjeron movimientos teatrales, de artes plásticas, musicales. Por un lado, los rockeros; por otro, los folcloristas, baladistas protestadores y todos los que odiaban o decían odiar la “música comercial”. Ahora no hay nada semejante, salvo alguna coreografía feminista, famosa y aguerrida, pero sin valor artístico.

Aquella generación del 68 fue pacifista, utopista, ecologista, y varias cosas más que la debieran hermanar con los movimientos actuales. La diferencia es que en el siglo pasado todavía creyeron en el valor del lenguaje: la insurgencia se hizo con lemas, discursos, pancartas, artículos, libros, que también eran municiones contra el poder y el totalitarismo. Pero ignoraban todavía que se enfrentaban a un monstruo capaz de absorber todos los tiros y convertirlos en mercancía y camisetas. ¿Cómo pedir a los jóvenes de hoy que crean en lo mismo que echamos a perder y convertimos en baratijas? Llegamos a la era de la posverdad y los “otros datos”: el recurso fundamental, el que va de las palabras a la intelección, del discurso al pensamiento, se volvió inverosímil. ¿Para qué recurrir a lo mismo si buscan otra cosa? Ni siquiera saben decir qué quieren, pero saben qué sienten.

Aquiles se va a llorar, solito, hasta que llega a consolarlo su mamá, Tetis. Pero el gimoteo de Aquiles ¿es equiparable al de Greta Thunberg? Ambos son guerreros, ambos son chillones, pero Aquiles mató mucho. Algo ha ganado la civilización para que podamos considerar guerreros a quienes no recurren a la violencia, pero la guerra de los guerreros actuales tiene como enemiga a la humanidad contaminante, heteropatriarcal, y se libra por los sentimientos hermosos de los jóvenes buenos.

Los de generaciones anteriores solemos burlarnos de las luchas de los más jóvenes: les falta fuerza, garra; no aguantan nada y tienen las manos suavecitas… Es el síndrome de Néstor, el anciano guerrero que no luchó en ninguna batalla de la guerra de Troya, pero se pasa la Ilíada entera gritando consejos desde su carruaje y despreciando los esfuerzos de los jóvenes, rugiendo que “nosotros nos las vimos contra fieras montaraces y gigantes y los derrotamos uno a uno y peleábamos incluso gravemente heridos”. Sus consejos y arengas resultaron inútiles o contraproducentes y, de todos los generales griegos, es el único que regresa indemne a su casa. Y allá en su tierra se dedicó a seguir contando a sus hijos y nietos lo rudos, tozudos y feroces que fueron los de su era y edad.

Los néstores del siglo XX, orgullosos de las cicatrices de su ferocidad, lucharon contra comunistas, contra gorilas militares o presidentes que mandaban a callar con golpizas. Los sentidores de ahora no saben usar las manos, pero enfrentan un conflicto mucho peor: la anomia, la queja contra lo innominado, la lucha que no saben librar hasta que no logren inventarse un universo imaginario y poblado de formas musicales, poéticas, expresiones corporales, discursos. La verdad es que Néstor terminó por inventarse un heroísmo que no existió, pero dejó una cultura y un puñado de símbolos. De eso se trataba.

ÁSS

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