Variedades intelectuales

Café Madrid

'Apostrophes', programa de entrevistas del fallecido Bernard Pivot, era una clase maestra del idioma francés, de literatura y periodismo.

Vladimir Nabokov y Bernard Pivot y en el set del programa 'Apostrophes'. (Especial)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Cuando la maestra consideró que ya habíamos adquirido “vocabulario suficiente”, nos anunció que ahora tocaba matar dos pájaros de un tiro: hablar con fluidez y, de paso, aprender literatura en la lengua de Flaubert. Entonces puso el video de un señor entrevistando a otro en medio de una habitación atiborrada de libros. En ese momento yo no sabía quiénes eran Bernard Pivot y Vladimir Nabokov, pero para entonces ya era dueño de una desmedida y violenta curiosidad y al salir de clase me fui a la biblioteca. Así fue como descubrí y me adentré en Lolita.

A lo largo de todo el semestre seguimos viendo más entrevistas de Pivot y, en consecuencia, conociendo a más autores y libros. Era algo curioso: un viejo y aparentemente sencillo programa servía para evangelizar lingüística y literariamente a un montón de muchachillos occidentales, pues la Alianza Francesa lo incluía en los cursos que impartía en varios países. Lo recuerdo ahora, con nostalgia y agradecimiento, al enterarme de la muerte de Bernard Pivot, el pasado 6 de mayo, un día después de haber cumplido 89 años de edad.

Apostrophes, como se llamaba el programa, se transmitió en la televisión francesa todos los viernes por la noche, de 1975 a 1990, con gran éxito de audiencia. Era lo que podría considerarse una tertulia de variedades intelectuales, a la que acudían escritores con libros de temas afines, guiados por un periodista que, con el paso del tiempo, se convirtió en el prescriptor oficial de buena parte de los lectores del país de Víctor Hugo. Cada tanto, la emisión era monográfica y se entrevistaba en profundidad a un autor. Ante las cámaras y micrófonos de Apostrophes pasaron estrellas de la pluma como Marguerite Yourcenar, Mario Vargas Llosa, Charles Bukowski, John Le Carré, Georges Perec, Patrick Modiano, Roland Barthes, Alejo Carpentier, Italo Calvino, Ernesto Sábato. Susan Sontag, Jorge Amado, Umberto Eco, George Steiner y Aleksandr Solzhenitsyn, entre otros. La charla resultaba más interesante cuando, en el ocaso de su vida, los escritores hacían un balance o una confesión inesperada o hasta un testamento.

Pero ver esos videos no sólo me sirvió para aprender una lengua extranjera y para empaparme de la gran literatura del siglo XX, sino también para fijarme en cómo se debía entrevistar a los escritores. Monsieur Pivot, lo dejó claro en sus deliciosas memorias (De oficio, lector), seguía tres reglas básicas: “1) hacer preguntas cortas; 2) considerar que cualquier respuesta, aunque sea decepcionante, es más importante que la pregunta; 3) no olvidar que trabajamos para el espectador y uno no es más que el intérprete de la curiosidad pública”.

Para hacer su programa, el hombre que en sus últimos años de vida formó parte de la Academia Goncourt sin ser escritor, se dedicaba a leer diez horas al día. Se esforzaba por mantener el equilibrio en la selección de libros de lectura fácil y arduos o elitistas, de autores principiantes y consolidados, de izquierda y derecha, nacionales y extranjeros, hombres y mujeres. Porque, según él, su programa “aspiraba a ser una modesta librería para todos los gustos”.

Con el fin de mantener su independencia, Pivot desalentaba almuerzos, desayunos o visitas a su despacho de agentes literarios, editores y de los propios escritores. Tampoco aceptaba formar parte del jurado de premios literarios. Luego, ya en el estudio de televisión (o en la casa de algún autor), no actuaba como crítico sino como reportero cultural. O sea: alguien que fisgonea, recaba información y hace preguntas. Así pretendía obtener el mayor botín en el menor tiempo posible (“en la tele hay que darse prisa e intentar que todas las palabras sean útiles”) con un lenguaje coloquial y una conversación ecléctica, salpimentada de humor e inteligencia (“cuando el humor y la cultura se juntan tienen hijos preciosos”).

Dos veces estuvo Mario Vargas Llosa en Apostrophes y gracias a eso, me contó un día, obtuvo un gran reconocimiento callejero en Francia. Pero para él, el éxito del programa era un arma de doble filo: por un lado permitía la democratización de la literatura y, por otro, “daba una falsa buena conciencia cultural al público que, con esa hora y cuarto a la semana, se sentía eximido de realizar más esfuerzo intelectual. También tenía cierto peligro, porque determinaba quién era escritor y quién no. Es decir, los que no pasaban por ahí estaban condenados a las tinieblas”.

AQ

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