Avispas
Sucede en cada primavera. De dos en dos, de tres en tres, entran por la puerta abierta del patio. Su aparición coincidió este año con la caída final de la palmera que, ya seca, desprovista de follaje, se había convertido en un natural albergue para los pájaros carpinteros que habían horadado el tronco y establecido en ella sus nidos. Días antes, luego de una mañana en que el viento de febrero había insistido sobre el jardín, notamos una fractura en la cintura del tronco grisáceo cuya parte superior comenzaba a inclinarse sin remedio. Cayó sobre el jardín una tarde en que estuvimos ausentes, sin causar mayores estropicios. Al inspeccionarla, sólo hallamos unos cascarones vacíos.
Las avispas entran a la casa sigilosamente, solitarias o en pequeños grupos comienzan a tantear el techo de la cocina, revolotean errabundas hasta dar con un sitio que consideran propicio para detenerse y comenzar a construir un panal. Sin embargo, cierta fatalidad —no encuentro mejor palabra para nombrarla— se impone y nunca consiguen terminarlo; interrumpen de pronto la tarea y se quedan ahí, como pasmadas, sin saber cómo continuar. Poco a poco comienzan a morir, ante la impasible mirada de las tres gatas, que las observan caer, de una en una, sobre los libreros y los muebles. Esas avispas en las que Saint-John Perse vio al insecto “cuyo vuelo se parece a las mordeduras del día sobre la espalda del mar”, son ahora levísima lluvia en el interior de la casa, gotas de alas inmóviles, detritos.
Un pintor
Con frecuencia pienso que las imágenes de Daniel Kent se forjan en el atanor de un alquimista. Como si, luego de las necesarias etapas de la Obra —solve et coagula—, una suerte de fluido volátil se precipita sobre el lienzo para dejar estampadas las figuras —endriagos, súcubos, ángeles, demonios— que, en misterioso contubernio con la tentadora desnudez de la Belle dame sans merci, instauran para el arte de la pintura una dimensión autónoma. Un espacio propicio que existe solamente gracias a sus pinceles.
Lo que me atrae de su pintura es esa relación anómala que se establece entre los seres que habitan en sus cuadros. Hay en Kent una suerte de zoología fantástica animada por la caracterización del baldanders quien, a saber, es capaz de sufrir una imparable sucesión de metamorfosis cuyo resultado, en su pintura, es siempre sorprendente. Y es siempre inquietante, pues lo que se fija en el lienzo es el resultado de una operación alquímica realizada en los sótanos de su imaginación, donde no es difícil encontrar alusiones a ciertos maestros —Tiziano, Füssli, Blake— inmersos en un contexto donde priva una atmósfera de abierto erotismo y latente violencia. Kent nos invita, en sus cuadros de gran formato, a participar activamente en la puesta en escena que cada una de estas obras propone. Y la invitación consiste en estar dentro, en jugar el papel del huésped que se aloja bajo el ala de un sueño. No sin razón campean en ellos el agua —la fuente primigenia—, el toro terrenal y el indispensable fuego donde asistimos al nacimiento del Ave Fénix.
Púas de erizo
“La poesía no sólo no es comunicación; es, antes que nada o mucho antes de que pueda llegar a ser comunicada, incomunicación, cosa para andar en lo oculto, para echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, para encontrar un vacío secreto, para adentrarnos en una habitación abandonada cuya puerta se pueda cerrar desde dentro sin que nadie en el exterior sospeche que una puerta se disimula en el muro, y para estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos, sin que nadie aparezca, sin que nadie nos saque a la luz pública, desnudos e indefensos, nos saque y nos suplicie y nos repita la sorda letanía cotidiana, la letanía aciaga de la muerte”.
Vuelvo a estos renglones de José Ángel Valente en un tiempo que pareciera empeñarse en contradecir sus puntuales argumentos. Cuando la consigna de nuestros días se significa por un vuelco casi irrenunciable hacia la exterioridad, hacia la constante exhibición de los mínimos avances de cada quien; se olvida que los hallazgos más profundos —los más verdaderos también— se encuentran precisamente en la secrecía de ese espacio interior. Un espacio que requiere ser preservado y más aún, defendido. En un ensayo, Luis Vicente de Aguinaga rinde un cumplido homenaje a la sabiduría del poeta Franc Ducros: Usted va por dentro, le dice, recordando a Darío y a Juan Ramón Jiménez. Y añade: “Haciéndose interno el mundo cobra tangibilidad y aprende a constatar su primitivo surgimiento. Lo que suele llamarse realidad —la tierra, los árboles, las piedras— se hace verdaderamente real en el contraste o la diferencia del estar con respecto al vacío, a la sombra”. Y no dejo de pensar en esa habitación abandonada, tan claustro, tan nuestra, tan de nadie.
Una carta
Hace unos días se estrenó en Nueva York la pieza más reciente de la coreógrafa Xin Ying, un homenaje a la legendaria Martha Graham, presentado por la compañía que lleva su nombre. Luego de tres años de investigación y trabajo la bailarina creó una obra en la que danza frente a una pantalla donde se proyecta la imagen de Graham interpretando Letter to the World, su coreografía inspirada en la poesía de Emily Dickinson.
Xin Ying —cuenta el reseñista del New York Times—, emprende la tarea de reproducir puntualmente (y con éxito irregular) los movimientos de la imagen de Graham que aparece y desaparece en la pantalla. Hacia el final la bailarina cita a Graham citando a Dickinson: “I’m Nobody! Who are you?” (“¡Yo soy Nadie! ¿Tú quién eres?”). Y, mediante el uso de la inteligencia artificial, el rostro de Xin reemplaza al de Graham. Más allá de un juego de espejos o del baile de máscaras, lo que Dickinson propone con esa afirmación y la sucesiva pregunta es evidenciar la impermanencia del sujeto que las pronuncia, su virtual inexistencia. Una exigencia que se impuso a sí misma y que llevó a cabo sin aspavientos, retirándose en su alcoba desierta hasta desaparecer en sus palabras. Una declaración de principios que es, como todo lo de Miss Emily, inapelable.
AQ