"Tengo cerveza de barril", dice Yasuo Fujinuma, moviéndose sin parar en un mostrador de sushi. Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo desgastado de su suéter. Desde un rincón del restaurante, un televisor pequeño informa el pronóstico del tiempo al mediodía. Nunca bebe a esa hora.
"Acabo de llegar del hospital", dice, golpeando el filtro de su cigarrillo contra la barra. "Mi hermana murió", contó.
El chef baja su cuchillo. Otro cliente espía por encima de las páginas de deportes del diario. Después de una pausa, el chef regresa a su tabla de corte.
"La cuidaste muy bien", dice, colocando algunos ingredientes en un mostrador negro. Prepara las hojas de alga con una docena de sushi nigiri y le pasa a Fujinuma un vaso de cerveza.
Y así continúan las conversaciones en el bar de sushi Eiraku. Comienzan las frases por la mitad sin decir "hola" ni "cómo estás" y se van por las ramas conversando sobre temas privados sin mucha fanfarria, interrumpidos por las noticias de tragedias ordinarias.
El chef y Fujinuma conversan sobre cómo era su hermana hace unos años, cuando pasaba por la noche luego de bañarse en un baño público cruzando la calle. Tomaba su cerveza y sushi habitual, luego caminaba hacia su casa con su bastón frente a un bar de karaoke abandonado, un restaurante de tempura vacío y daba vuelta en la esquina, donde solían haber otros dos pubs.
Eiraku es el último bar de sushi que sobrevive en este poblado vecindario de lomadas empedradas y cerezos, que no aparece en la mayoría de los mapas turísticos de Tokio.
En medio de un mundo de cenas de omasake de 300 dólares y la brutal eficiencia de las cadenas de restaurantes de pescado, los negocios familiares están desapareciendo rápidamente.
Fujinuma, de 76 años, come sushi y piensa en voz alta sobre los trámites que aún debe hacer para su hermana. Un consentimiento del hospital que acaba de firmar pasa de mano en mano y es examinado en el bar.
"Sólo quedo yo ahora", dice, con la boca aún medio llena con arroz y pescado fresco. Saluda a un hombre y a una mujer del otro lado del mostrador. "Tienen suerte de tenerse el uno al otro", les dice.
El chef Masatoshi Fukutsuna y su mujer, Mitsue, sonríen sin emitir palabra. En los 35 años que pasaron desde que abrieron la tienda, la pareja ha visto a muchos de sus amigos mudarse por trabajo o asuntos familiares, volviendo décadas después, a veces sin trabajo ni familia.
La ausencia es parte de la vida aquí, en lo que queda de la calle comercial Medaka, que es tan estrecha que los autos tienen que subir a la vereda para dejar pasar a otro vehículo.
Nadie puede decir exactamente cuándo cerró el primer negocio de la cuadra. La gente entrecierra los ojos y dice que probablemente fue una tienda de electrónica hace una década o tal vez fue la pescadería que estaba enfrente.
El número de bares de sushi familiares e independientes en Tokio han disminuido a la mitad en la última década, según una asociación de comerciantes, expulsados por negocios de comida rápida y una generación más joven que no quiere heredarlos.
"La gente prefiere pagar cien yenes por un plato de sushi en un lugar muy barato o gastarse decenas de miles de yenes para ir a un restaurante de sushi famoso en Ginza del que escucharon en la televisión", dice el chef, mientras cambia de canal en la televisión. "Pero los lugares como el nuestro, las tiendas que están justo en el medio, no parecen sobrevivir", concluyó.
RL