Cocoles, colorados y tortas de agua; manjares poblanos

Se trata de tres de los panes más típicos, tradicionales y elogiados de la panadería poblana.

Cocoles. (Agencia Enfoque)
Rafael González
Puebla /

En un enorme canasto de carrizo de poco más de un metro de diámetro y unos 25 centímetros de profundidad se encuentran apilados tres de los panes más típicos, tradicionales y elogiados de la panadería poblana, se trata de las tortas de agua, los cocoles y colorados.

El primero es salado y se consume para acompañar a los guisos. Pero también se emplea para rellenarlo de diversos ingredientes, siendo el más habitual las carnes frías, como el jamón; o bien, de milanesa. Aunque la lista de complementos es infinita. Son conocidas como tortas compuestas.

El segundo es dulce y viene en dos presentaciones: blanda, en la que asume también el nombre de chimisclán; y crujiente, que se complementa con anís.

El último tiene como característica su cubierta de azúcar pintada con colorante vegetal en tono rojo. Su sabor es saladito y a la vez dulzón.

Los tres comparten que se producen a partir de una masa de harina de trigo, agua, sal, levadura y malta, una mezcla que da lugar a sus formas que con el fuego se expanden y crecen.

Aunque cada uno tiene diferentes proporciones de cada ingrediente y se complementa con otros, como el azúcar o anís. Lo mismo ocurre con los grados del fuego y las características del horno, pues no es lo mismo uno de gas que uno de piedra y leña.

Más recientemente se han incorporado los hornos eléctricos, pero no les dan la consistencia crujiente que sí les hereda el de piedra y leña.

Sus orígenes, como casi todo el catálogo que conforma la variedad de la panadería poblana, vienen desde la Colonia, donde se empezó a aprovechar las grandes extensiones de trigales que se sembraban en las regiones aledañas como en Tehuacán y Tepeaca, pero principalmente de Atlixco; así como las caídas de agua para mover los molinos.

Inicialmente el pan se elaboraba en las casas. Se estima que su producción con fines comerciales se emprendió a principios del siglo XVIII. Entonces el amasijo y el horneado se realizaban en casa y la venta era callejera y pregonada.

Posteriormente, aparecieron las accesorias adjuntas a los hogares. A la vez que los mostradores de madera hechos y colocados para tal fin en la plaza y tal vez en el mercado, donde ya se vendía el pan en canastillas.

Se considera que mediados del siglo XVIII aparecieron las panaderías. Entonces eran casas-panadería a la vez que expendios. En el patio de atrás de la planta baja se establecía la industria, en el local de enfrente se abría la tienda y en la planta alta vivía la familia.

Fue así como se fue cristalizando la diversidad de panes salados y de dulce, cuyas recetas fueron producto del sincretismo de los aportes de la gastronomía indígena con la europea.

Regresando a los tres panes citados, la torta de agua se ha convertido en un ícono de la panadería poblana.

Para su elaboración, con las dos manos se hace una bola de masa, a la cual con un palo se aplana un poco y se aplasta en el centro hasta provocar una especie de canal. Su forma es ovalada y su peso es de unos 100 gramos al tanteo. Son doradas y crujientes. Para su consumo algunos le quitan el migajón y solo se comen la costra.

El cocol es uno de los panes más antiguos de México. Es fácil identificarlo por su forma de rombo y el ajonjolí que lleva por encima. Tradicionalmente la masa lleva un toque de anís, aunque en algunos casos lo omiten.

El colorado tiene la forma de un volcán y del centro es hueco: Esto se logra únicamente utilizando un horno de piedra en su cocción. Va adornado con azúcar roja, que se tiñe con colorante vegetal. Lleva bastante anís, lo cual le da su sabor característico, aunque es más bien salado.

Anteriormente el colorado, como la cemita, era considerado “de piso”, es decir, se elaboraba exclusivamente en horno de piedra.

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