Como era de esperarse, para contener el cambio climático descontrolado, la humanidad está teniendo éxito en lo que mejor sabe hacer —la innovación tecnológica— y fracasando en lo que peor sabe hacer, llegar a acuerdos políticos difíciles.
La cuestión es si los éxitos de lo primero compensarán los fracasos de lo segundo. La respuesta es que las probabilidades mejoraron, pero aún son insuficientes.
A estas alturas, hay menos dudas acerca de si la tecnología, con el tiempo, triunfará. No era así cómo se veía hace dos décadas, pero la combinación de la innovación tecnológica con el aprendizaje práctico condujo a una enorme reducción del costo de las energías renovables. La energía solar y la eólica son cada vez más competitivas en comparación con los combustibles convencionales. Ahora es concebible un sistema energético basado en la electricidad limpia.
Además, al tener en cuenta las otras ventajas de las energías renovables —menos contaminación local y mayor distribución geográfica de los recursos generadores de la energía— al final ganarán, pero es probable que “al final” sea demasiado tarde. La transición energética debe acelerarse. El tiempo es importante.
Estos puntos se desprenden con fuerza del último “World Energy Outlook” de la Agencia Internacional de la Energía (AIE).
En el lado optimista, argumenta por primera vez que, según su “escenario de políticas declaradas” (Steps, por su sigla en inglés), basado en las políticas reales de los gobiernos, “se proyecta que cada una de las tres categorías de combustibles fósiles (petróleo, gas natural y carbón) alcance su punto máximo en 2030”. Es la primera vez que se obtiene este resultado en este escenario.
Sin embargo, desde un punto de vista pesimista, ni siquiera estos cambios grandes y continuos para dejar atrás la abrumadora dependencia que se tiene de los combustibles fósiles serán suficientes para alcanzar las cero emisiones netas en 2050. Por el contrario, se pronostica que el consumo de petróleo y gas natural se estabilice a partir de 2030, en lugar de caer bruscamente, como sería necesario. Para esto se requerirá un despliegue mucho más rápido de las tecnologías de energías limpias y, por tanto, una mayor inversión de lo que se espera.
Este pesimismo puede entenderse de dos maneras.
La primera es que las temperaturas promedio de la superficie terrestre ya están por lo menos 1.1 grados por encima de los niveles preindustriales, mientras que las emisiones de gases de efecto invernadero ni siquiera han alcanzado su punto máximo. Si seguimos por el camino actual, no hay casi ninguna posibilidad de limitar el aumento de la temperatura global por debajo de 1.5 grados celsius, como recomiendan los científicos.
La segunda es que avanzar más rápido en una mejor dirección, tal como lo define la AIE en su escenario de “cero emisiones netas para 2050”, va a requerir de una mayor inversión en fuentes limpias y, por tanto, mayores incentivos y más financiamiento.
Este último punto será importante para los países emergentes y en desarrollo (aparte de China), donde el financiamiento es escaso, en parte porque los inversionistas consideran que estos destinos son muy riesgosos.
Por fortuna, la mayor inversión necesaria en energía limpia depende más de la reorientación de la inversión para alejarse de los combustibles fósiles que de un gran aumento general.
Se espera que los combustibles fósiles representen alrededor de 60 por ciento de la inversión en fuentes limpias en 2023. Esta proporción se reducirá a 10 por ciento en 2030, según el escenario de cero neto 2050.
Dado este enorme cambio, la inversión total en energía solo necesita aumentar de 3 a 4 por ciento de la producción mundial entre 2023 y 2030.
La cuestión, entonces, es cómo implementar lo que parece ser una transición más factible y menos costosa.
El desafío para las políticas que esto plantea es crear un marco político de apoyo. Esto debe abarcar incentivos, regulaciones y financiamiento. En el último de ellos, por ejemplo, el gran desafío es lograr que el financiamiento fluya hacia los países emergentes y en desarrollo. Parte de la solución es utilizar los balances de los bancos multilaterales de desarrollo de manera más imaginativa.
Los productores de combustibles fósiles, como los Emiratos Árabes Unidos, de igual manera van a obtener pocos beneficios al acelerar la transición para alejarse de aquello de lo que dependen. Las empresas involucradas en la industria de los combustibles fósiles ya no desean avanzar en este cambio.
Sin embargo, detrás de estos desafíos para las políticas relativamente técnicos se esconden obstáculos políticos. Estos son, sobre todo, distributivos.
Una vez más, las personas relativamente pobres, incluso en los países ricos, no desean —o se sienten incapaces— de soportar los costos de un auto eléctrico nuevo, una bomba de calor o un mejor aislamiento, si quieren cambiar a un estilo de vida bajo en emisiones. Necesitarán una ayuda significativa, pero eso también creará dificultades políticas.
Los países de altos ingresos, que en el pasado se beneficiaron de un crecimiento con cantidades significativas de emisiones, ahora necesitan ayudar a los más pobres a transitar por un camino diferente. No sorprende que no esperen ningún beneficio político interno al realizar transferencias de recursos a gran escala al exterior.
¿La COP28 acelerará el cambio hacia la energía limpia? La respuesta depende de cómo se aborden las dificultades de distribución, tanto globales como nacionales. La transición energética se ha vuelto más factible y barata de lo que se pensaba. Eso ofrece una oportunidad, aunque los costos aún se deben asumir. Las negociaciones tendrán éxito si los países y las personas capaces de aceptar una responsabilidad considerable están dispuestos a hacerlo.