La serie de televisión británica Adolescencia tuvo un éxito apabullante desde su estreno hace unas pocas semanas, quizá similar al que en su momento tuviera una película como Kids, pues retratan inmejorablemente a generaciones de chicos que se vuelven extraños e incomprensibles para los padres y en general para la gente de mayor edad. En ambos casos destaca la amoralidad del enfoque, pues aunque se trate de obras de ficción se desarrollan casi como si fuera de manera documental, prácticamente como limitándose a seguir el desarrollo natural de lo que harían esos personajes dadas las reglas de su entorno. En el caso de Adolescencia, que está filmada en una sola toma de plano secuencia para cada uno de los cuatro episodios, esto añade al efecto de mayor verosimilitud, sintiéndose casi como si fuera un gran Big Brother que en lugar de transcurrir en una sola casa se extiende a la pequeña localidad inglesa donde se escenifica la tragedia.
Desde la primera escena la policía se presenta a arrestar a Jamie, un chico de 13 años acusado de asesinar a puñaladas a una compañera de su escuela. Jamie es de aspecto tan aniñado y frágil que literalmente se hace pipí en los calzones cuando se presentan a detenerlo. A partir de aquí se desarrolla una trama entre policiaca y psicológica para ir desentrañando tanto el crimen como el entorno y los motivos que hubieran conducido a cometerlo. Y en el proceso tenemos una visión de primera línea del mundo de los adolescentes de esa edad, que tanto en las escenas llevadas a cabo en la escuela como en las descripciones de las interacciones en redes sociales, parecería una especie de Señor de las moscas donde prevalece la ley de los más seguidores, y donde tanto padres como maestros y autoridades policiacas aparecen totalmente rebasados, ya no digamos para lograr introducir un cierto orden, sino incluso para comenzar a comprender la mente y el mundo en el que se mueven estos chicos. En una escena particularmente sutil, el hijo del detective a cargo del caso, quien también estudia en la escuela donde se lleva a cabo la investigación, le explica con algo de vergüenza ajena a su padre la semiótica de los emojis de corazones, revelándole que ahí donde él ve simples muestras de afecto en distintos colores, en realidad se están transmitiendo mensajes mucho más descarnados, que abonan al clima de bullying y violencia psicológica, emocional y física bajo la que transcurren las vidas de estos chicos y chicas.
Uno de los aspectos más recurrentes del cambio generacional es que las generaciones posteriores contemplan horrorizadas las realidades y códigos de las más jóvenes, particularmente cuando se producen estallidos de violencia como el que retrata Adolescencia. Sin embargo, justo ahí queda claro que no se trata de un problema derivado únicamente de los padres o maestros, sino que es mucho más sistémico. Y, si nos detenemos a pensarlo, ¿qué tendría de sorprendente que los chicos jóvenes se movieran bajo una especie de ley de la selva digital donde las y los guapos y populares triunfan y los buleados y perdedores viven encerrados en sus cuartos, rumiando venganzas imaginarias, que en ocasiones actúan de manera espeluznante, si es precisamente un mundo de competencia descarnada y de ganadores y perdedores frente al que se les educa para sobrevivir? En el fondo tan sólo son congruentes con el mundo que se les ha heredado y, al igual que hacen los adultos para otros fines, simplemente utilizan las nuevas tecnologías para dar rienda suelta a los impulsos narcisistas y egoístas que las sociedades actuales fomentan por tantas vías desarrollar.