La barbarie tolteca

Ciudad de México /
Luis M. Morales

Al adentrarme en el estudio del imperio azteca, para escribir una novela que publicaré el año próximo, he descubierto algunas premisas falsas que tienden a distorsionar la historia del México antiguo. Una de ellas consiste en atribuir a la herencia tolteca todo lo bueno de la cultura mexica (lengua, instituciones políticas, poesía, arquitectura, cerámica, orfebrería, técnicas de cultivo) y culpar al sustrato chichimeca de los sacrificios humanos, el imperialismo, las guerras floridas, la esclavitud y los odios entre clanes. Ambas herencias tienen dioses tutelares que nos hemos acostumbrado a considerar antagónicos: Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, el benévolo padre de la civilización y el sanguinario lugarteniente del sol. Vale la pena someter a revisión esta dualidad, porque varios políticos prominentes la han utilizado como argumento ideológico a lo largo de nuestra historia. En las arengas de su campaña presidencial, José Vasconcelos prometió muchas veces continuar la misión redentora de Quetzalcóatl y acusó a su peor enemigo, Plutarco Elías Calles, de militar en el bando de Huitzilopochtli. José López Portillo recurrió a la misma antítesis en algunos discursos donde fustigaba a sus detractores, si bien él, mejor informado, contraponía a Quetzalcóatl con Tezcatlipoca, el archienemigo de la Serpiente Emplumada, que según la mitología mexica cedió a Huitzilopochtli buena parte de sus poderes.

Ambos continuaron una tradición que se remonta al siglo XVI, cuando los evangelizadores idealizaron a Ce Acatl Topiltzin como parte de su estrategia para convertir a los indios. La mayoría de los historiadores modernos creen que los informantes de Sahagún atribuyeron virtudes cristianas a la Serpiente Emplumada para congraciarse con sus superiores franciscanos. Les dijeron lo que deseaban oír, entre otras cosas, que el sumo sacerdote de los toltecas, posteriormente deificado, era enemigo de los sacrificios humanos, una leyenda desmentida desde mediados del siglo XX, cuando los arqueólogos que exploraban el templo teotihuacano de Quetzalcóatl exhumaron a 126 víctimas de sacrificios. Los toltecas no eran, pues, tan civilizados como sostienen los antiguos y modernos panegiristas de la Serpiente Emplumada. Atribuir sus atrocidades a la nefasta influencia chichimeca es otra verdad a medias, pues como apunta Michel Graulich, “dado que llevaban un modo de vida tradicional de cazadores, los chichimecas no realizaban sacrificios humanos: son los toltecas quienes los conducen a la guerra santa. Los mexicas sólo reavivaron esa flama con fines imperialistas” (véase El sacrificio humano entre los aztecas). 

De hecho, el modo de vida chichimeca se asemejaba al del buen salvaje roussoniano. A diferencia de los nobles toltecas y mexicas, los chichimecas eran monógamos y sólo mataban animales para sobrevivir. Comían carne cruda porque no conocían el fuego, recolectaban frutos, y jamás cobraron tributos ni esclavizaron al prójimo. De vez en cuando comían peyote en sus festividades, donde reían, fornicaban y lloraban hasta el amanecer. Precursores de la eutanasia, cuando los viejos de cada familia se volvían una carga para la tribu les clavaban un flechazo en el cuello, pero ese rasgo de aparente crueldad más bien era una gentileza. Los mexicas fueron tal vez chichimecas en estado puro cuando salieron de Aztlán, el mítico paraíso lacustre que luego refundaron en Tenochtitlan (su historia profética se tomaba la libertad de sustituir el pasado por el futuro), pero al entrar en contacto con los pueblos agrícolas del valle de México, seguramente contrajeron la peor lacra de la civilización: el afán de sojuzgar a otros pueblos. Cuando en vez de cazar animales comenzaron a cazar hombres se distinguieron por su fiereza, pero tal vez nunca lo hubieran hecho si los pueblos más avanzados no les ponen el mal ejemplo.  

En el tránsito de la primitiva y pacífica religión de los chichimecas al misticismo imperialista de los toltecas y los mexicas, no es fácil precisar quién corrompió a quién. Una fábula de Rubén Darío, “Los motivos del lobo”, quizá explique mejor esta evolución que los crípticos anales de Chimalpahin o Alvarado Tezozómoc. El esplendor de la cultura tolteca deslumbró a las tribus nahuatlacas y despertó sus ganas de apropiárselo, pero el deslinde entre civilización y barbarie tal vez no sirva de mucho para describir ese largo proceso, porque en el México antiguo, el boato de los reinos hegemónicos sólo se podía conseguir aterrorizando a los pueblos vecinos con matanzas de prisioneros que les sirvieran como escarmiento. Buenos salvajes malogrados por el influjo de la rapiña sacralizada y metódica, los aztecas sólo llevaron esa lección a sus últimas consecuencias. 

  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
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