Muchos casos de corrupción se descubren por errores burdos, por una relajación de las precauciones, por un exceso de confianza en la impunidad de los delitos económicos. La falta de temor al castigo es quizá uno de los aspectos más alarmantes de estas tramas. Indica que el dinero amasado y las relaciones forjadas durante los años ilícitos infunden seguridad. El poder protege y, en el peor de los casos, siempre puede indultar.
Ya sucedía así en la civilización romana que puso los cimientos de nuestro mundo. Cuando los autores antiguos mencionan la luminosa palabra “amistad”, hay que sospechar. En general se refieren a relaciones clientelares, complicidades y redes de intereses creados. Es el caso de Salustio, conocido historiador que antes se dedicó a la política. Arrastrado por la pasión de la refriega, apoyó la carrera fulgurante de Julio César. Gracias a esa amistad, el futuro escritor fue elegido para administrar una rica provincia en África. Allí explotó la región a base de extorsiones y rapiñas hasta el punto de escandalizar a sus contemporáneos, bastante habituados a este tipo de excesos. Tanto se enriqueció a costa de sus administrados que éstos entablaron un proceso contra él, del cual le liberó la intervención de su amigo César. Se rumoreó que Salustio pagó a César una generosa participación en los beneficios del saqueo: la cordial alianza entre ambos floreció a expensas de los ciudadanos romanos. Esas son amistades peligrosas, pues en política, que es servicio público, hay que ser más leal a los desconocidos que a los amigos.