Leo en una entrevista lo que cuenta Pierre-Henry Gagey, un enólogo borgoñón, y me parece que cuando habla del vino y de las viñas está diciendo cosas sobre nosotros mismos.
Cuenta que el vino de Borgoña es tan bueno porque el terroir (la suma de suelo, clima, uva e intervención humana) donde crecen las viñas es un suelo pobre, lleno de pendientes y de guijarros, que orilla a la planta a crecer en la adversidad, y esto hace que la uva tenga más matices y un ánima sofisticada, a diferencia de las que crecen en suelos ricos y bien regados, que dan uvas dulces para el postre.
A los beneficios de crecer en la adversidad hay que sumar la poda, pues la viña era originalmente, hace 2 mil años, una hiedra que parasitaba a las otras plantas y de tanto que la podaron los monjes cistercienses fue ganando entereza y dando cada vez mejores uvas, hasta llegar a la excelencia del caldo de Borgoña.
Quizá con un vino menos bueno los monjes cistercienses le habrían rezado a un dios distinto, y habrían adoptado otra versión de la Regla de san Benito.
La poda en nosotros son aquellos elementos que uno destierra para crecer mejor; podas una costumbre, un temor, una pulsión para que se desarrolle, digamos, un talento, que vendría siendo la uva superior de la que sale el buen vino, y no la docena dulzona con la que nos atragantamos en la fiesta del año nuevo.
El enólogo Gagey aprovecha en esa entrevista para criticar el efectismo del vino californiano, que sabe mucho a fruta y mucho a alcohol, está muy lejos de los delicados matices del borgoña que son puro erotismo, se atreve a decir, que se opone al sabor pornográfico de los vinos del valle de Napa.
A la poda y al crecer en la adversidad, se suma la perseverancia y la paciencia de quien cuida el viñedo, hay que ajustarse al ritmo cósmico de la uva, no pueden quemarse etapas, es un error abonar y regar de más para que la planta crezca con rapidez; la roñosería, la prisa y la avaricia terminan malogrando la uva y agriando el vino, o sea: agriándonos y malográndonos.