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Ciudad de México /

Groucho le dice a Chico: ande un poco más rápido. Chico le contesta: ¿Y para qué tanta prisa, jefe? No vamos a ninguna parte. Y Groucho remata: en ese caso, corramos y acabemos de una vez con esto. Así me pasa a mí ahora en la colonia Condesa, corro para acabar con la novedad del lugar donde he habitado gran parte de mi vida.

Quienes me conocen saben que no soy ni de lejos xenófobo, no deploro las migraciones, al contrario, pero la verdad sea dicha, qué insoportables son los turistas promedio de Estados Unidos. En la Condesa se oye más inglés que español. Gritan, estorban, cruzan la calle como si la hubieran comprado ayer. Se suben a la bicicleta en chanclas, con bermudas de flores rojas, en camiseta con paramecios azules. Ya sé que cada quien puede vestirse como le dé su regalada gana, pero a mí me irrita de modo absurdo, como si yo fuera el dueño de estas calles.

Debe ser la edad. Yo compraba tachuelas en la tlapalería, hilos en la sedería, pan de sal en la panificadora Nuevo León, tortas de jamón con don Pepe, que siempre decía con acento de gachupín y un sobrepeso de cien kilos: faltan veinticinco centavos.

Y ahora veinte gringos en bicicleta están convencidos de que viven en el trópico, en un Airbnb regalado porque traen dólares y porque el trabajo remoto es chingón, wey. Perdonen mi neurosis, pero no puedo más con las risotadas y esa sensación de superioridad que le imponen a todo el que se les atraviesa en su camino.

Este exabrupto, o como le quieran llamar, es por las jacarandas que me recuerdan mil cosas perdidas y tal vez algo de mi felicidad de infancia. No les voy a contar del japonés que las trajo a México, se los juro. El asfalto morado y yo con ganas de tener novia, árboles de frondas irrepetibles en marzo y abril. Sé que les parecerá una cursilería imperdonable, pero yo era feliz entonces.

Hay al menos una posibilidad de que no sean los gringos el motivo de mi irritación sino las cosas que se quedaron en el camino, allá atrás, y no mejoraron con el tiempo como todos hubiéramos querido.

Entré a un nuevo gran estacionamiento. No todos saben, los gringos lo ignoran todo, que ahí estaba el edificio Plaza. Ya he escrito de esa construcción y de esa memoria, del camellón de Tamaulipas y de las palmeras que han muerto poco a poco con nuestro pasado. Insisto: qué pesados son los gringos que nos han mandado.


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