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¿Por qué leo?

Ciudad de México /
Llegaron a mi vida Borges y Cortázar, Nietzsche y Schopenhauer, Machado y su generación del noventa y ocho... Jesús Quintanar
Llegaron a mi vida Borges y Cortázar, Nietzsche y Schopenhauer, Machado y su generación del noventa y ocho... Jesús Quintanar

Lo dijo en un tono casi neutro. Como el sismólogo que entrega la magnitud precisa de un terremoto o el laboratorista que anuncia el grado de colesterol que encontró en un análisis de sangre.

Mi hijo de quince años informó que entre sus amigos nadie estaba interesado en leer un libro. No se disculpó y tampoco presumió el hecho. Atravesó mi asombro como un Heraldo que porta malas noticias frente a las cuales no puede hacerse ya nada.

Como soy precoz a la hora de escupir prejuicios pensé y luego dije que esa tragedia era hija de los dispositivos y sus pantallas, sirenas digitales que agitan a tal punto el cerebro humano hasta volverlo incapaz de recorrer siquiera una buena media hora de feliz lectura, sin sufrir con la distracción de otras imágenes menos felices.

Mi hijo no negó esa posible explicación, pero insistió con que la ausencia de la lectura entre sus compañeros se debía a que, en esa comunidad, consumir cuentos, novelas, poesía, libros de ciencia o cualquier otro objeto impreso y empastado era una actividad tan rebasada como rezar el Ave María o ponerse a cantar una ópera italiana.

En vez de increparlo o de intentar convencerlo, en vez de dormirlo con un sermón o amarrarlo a una silla para que leyera el Quijote entero, opté por la resignación y el silencio. Me costó aceptar que mi hijo fuese a heredar el apellido de su padre, pero no así una de sus actividades favoritas. Ególatra, acaso, imaginé que a mi muerte los libros donde se esconden mis mejores secretos terminarían alimentando el basurero municipal.

Días después nació el impulso por escribir esta página, dedicada a mi hijo no lector. Aquí le cuento las cuatro razones por las que me inicié en la muy sicalíptica tarea de extraviarme en el pasar de las páginas.

Te cuento quinceañero adorado que no hay uno sino cuatro argumentos por los que me volví lector: la crisis, la amistad, el amor y el duelo. Sería mentiroso decir que leo porque me gusta leer. En realidad, lo hago porque gracias a los libros he podido, hasta ahora, sortear esos desafíos.

Comienzo por explicar la relación entre la crisis y la lectura diciendo que soy el hijo mayor de una prole de seis hermanos y hermanas cuyas edades distan muy poco. Crecí en medio de una familia ruidosa, amiga de muchos amigos que a toda hora hacían borlote.

Fue en la adolescencia que comencé a sentir urgencia por encontrar un lugar, aun si fuera el más pequeño de la casa, para apartarme del permanente desgarriate. La vagancia por el barrio y las escapadas solitarias al cine fueron útiles a la hora de responder al llamado para encontrarme a mí mismo, pero más eficaz en aquellos momentos de crisis fue encerrarme entre tapa y tapa de libros muy gordos.

Fui Azteca con Gary Jennings, político inglés con Jeffrey Archer, Cicerón con Taylor Caldwell, budista tibetano con Lobsang Rampa, un pervertido con Las suecas y también corsario con Emilio Salgari.

En efecto, salvé la adolescencia gracias a que era incapaz de discriminar entre buena o mala literatura, autoayuda o alta filosofía, esparcimiento popular o prosa sofisticada. Lo único importante era apartarme del desmadre que mi madre no podía controlar, cuando mi padre conducía aquella camioneta de cola larga mientras el mayor de los hijos se arrinconaba cerca de la puerta trasera para hallarse en aquellas páginas que le convertían en heredero único e irrepetible de tantas historias extraordinarias.

Supongo que viene de esa época el impulso que me asalta cada vez que miro cómo se avecina una época de transición o crisis. No sé si tenga fundamento el pensamiento que me conduce a refugiarme en los libros siempre que hay ruido; sin embargo, doy aquí fe, hijo mío, que es mejor cura guarecerse en alguna parte recóndita del cerebro, con un libro como pasaporte, si han de soportarse con dificultad las contradicciones del afuera.

También la amistad ha sido argumento convocante para la lectura. El antecedente de ese sentimiento es la necesidad de pertenecer que tenemos todos los seres humanos. Ser parte del barrio, la tribu, la raza, la comunidad, el país, la identidad regional o local es parte de nuestro ser humano.

En mi caso, esa tribu de refugiados en los libros con la que me fui encontrando, después de andar perdido por años en textos de lo más variado, hizo que mi puntería a la hora de escoger portadas mejorara. Fue entonces que llegaron a mi vida Borges y Cortázar, Nietzsche y Schopenhauer, Machado y su generación del noventa y ocho, también Lorca y Hernández, los del veintisiete.

Para ese momento ya no era tema apartarme a través de los libros, sino pertenecer a partir de ellos: contar con las mismas referencias, presumir la misma bibliografía, impresionar con las citas y ser arrogante, sobre todo, porque del resto de la vida apenas si conocía unas cuantas cosas.

Fue también en esa época que me enamoré de la maestra de filosofía, aquella que me puso a leer a tomistas y existencialistas, a quienes luego yo recitaba tratando de provocar fascinantes surcos en su frente amplia o torceduras en sus labios prohibidos, los más listos que yo hubiera descubierto.

De esa época guardo grandes amistades, fraguadas en el torno de una serie de premisas sofisticadas que por edad apenas si lograba descifrar. Entonces aprendí que los libros, igual que te proporcionan silencio y recogimiento, son capaces de entregarte pertenencia y una poderosa identidad gregaria.

La tercera razón para la lectura fue sin duda el amor. A ella le gustaba Stefan Zweig y por su insistencia leí Cartas a una desconocida. Luego recorrí los puentes más bellos con quien me regaló Bella del Señor y las avenidas más iluminadas con la mujer que me leyó en voz alta Corazón tan blanco.

No creo que mi adolescente favorito sepa que los libros pueden ser un afrodisíaco poderoso, tampoco estará consciente de que su generación podría perderse del milagro que ocurre cuando se ama mientras se lee, o mejor aún, cuando se lee antes o después de amarse.

He de decirle también que la muerte ha sido la razón más reciente para refugiarme tras el papel. Hay hechos sin respuesta con los que uno puede sobrevivir, pero hay otros, por ejemplo, la pérdida de los padres, que no podrían atravesarse sin el silente acomodo de los sentimientos que ocurre cuando preguntamos a un libro cómo continuar con lo cotidiano cuando ellos ya no están.

Crisis, amistad, amor y duelo son cuatro razones para leer, a pesar de que vivamos en una época en que, según me cuentan, ya nadie lee. 


  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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