Una sociedad que glorifica a un revolucionario bárbaro y cruel —Francisco Villa, para mayores señas— parece, de la misma manera, no tener mayores problemas en acomodarse a la escalofriante violencia que sobrelleva el pueblo.
Tenemos, aquí, un muy serio problema con los personajes que forjan las páginas de nuestra historia patria. Diego Fernández de Cevallos (del bando conservador, desde luego, de otra manera no intentaría siquiera enmendar las sesgadas creencias que nos adoctrinaron de pequeños en el colegio) evocó, en un artículo publicado ayer en este diario, la infame condena de muerte a Agustín de Iturbide que decretaron los diputados del “Soberano Congreso de la Unión”, en 1824.
Exiliado en Europa, no se le avisó al sentenciado de que no podía volver a poner un pie en el territorio nacional y, de tal manera, al desembarcar confiadamente en Soto la Marina, fue capturado y fusilado sin mayores miramientos, privado de defensoría y derechos de audiencia. Estamos hablando, ni más ni menos, del hombre que consumó la independencia de esta nación al frente del Ejército Trigarante tras pactar el Plan de Iguala con Vicente Guerrero, pero su pasado de combatiente enfrentado a las fuerzas insurgentes lo expulsa terminantemente de la galería de héroes nacionales.
Es más, no celebramos la declaración de independencia inscrita en el acta del 28 de septiembre de 1821, sino que se festeja el Grito de Dolores, del que se omiten ahora las aclamaciones al rey Fernando VII que lanzó el cura Hidalgo al emprender su cruenta sublevación.
Podríamos anotar en estas líneas decenas de episodios históricos protagonizados por violentos traidores y dibujar así no sólo un paisaje de la ancestral barbarie mexicana sino constatar que las leyes han sido flagrantemente pisoteadas desde el comienzo mismo de nuestra vida como nación independiente.
Y, justamente, el inminente advenimiento de una seudo república poblada de jueces arrodillados ante el oficialismo, dócilmente dispuestos a ejercer una justicia al servicio del poder, se inserta en esa infausta tradición nuestra y, peor aún, termina siendo una suerte de siniestra fatalidad, el implacable recordatorio de que los mexicanos nunca hemos conocido un verdadero Estado de derecho. Sabemos, eso sí, de abrazos a los sanguinarios delincuentes…