Alguna gente se cree, extrañamente, que Donald Trump es un tipo “brillante”. Pues, miren ustedes, será tal vez un tanto astuto o habrá desarrollado ciertos instintos para conectarse con su público pero, caramba, en cualquier comparación con otros líderes mundiales —el propio Trudeau (tan denostado, qué caray), su sucesor Mark Carney (inteligente de los pies a la cabeza, perfectamente capaz de apuntalar un discurso estructurado y sensato) o un personaje obligadamente letrado, en su condición de presidente de la République française, como Emmanuel Macron— el supremo bully del planeta no es otra cosa que eso, un matón de barrio, impulsivo, desaforadamente egocéntrico, embelesado con su propia personita, indecente, zafio, cruel y, en lo que toca a su conocimiento del mundo, escasamente informado y de muy pocas luces.
Acercarse meramente al tema de la estupidez humana es políticamente incorrecto en estos tiempos: la gente, más pendenciera que nunca en las redes sociales se siente, a la vez, ofendida por todo, así sea que la factura del agravio —real o mañosamente magnificado— te la endose a las primeras de cambio, aderezada de censuras mucho más injuriosas todavía. Sobran los pretextos para la práctica de la violencia verbal, vaya que sí.
Sumergirse entonces en las insondables profundidades del alma humana para intentar descifrar las razones que nuestros semejantes puedan haber tenido para elegir, en pleno ejercicio de su soberanía, a un Hitler o, en casos menos extremos, a un Bolsonaro, a un Hugo Chávez y, pues sí, a un Trump, es algo mucho más complejo que acometer la empresa de exhibir la imbecilidad de los inteligentes.
Nadie menosprecia, para mayores señas, el intelecto de Napoleón Bonaparte de la misma manera como la brillantez de los grandes protagonistas de la historia está fuera de toda duda. Pero ¿invadir Rusia y emprender una forzosa retirada al cabo de la cual sólo quedó una quinta parte de los efectivos de las fuerzas francesas que habían cruzado el río Niemen, rumbo a Moscú, en junio de 1812?
La irracionalidad de los supremos caudillos —inteligentes de origen— queda flagrantemente expuesta por poco que hagas un sumario recuento de los desplomes de los grandes imperios y de los nefarios desenlaces de tantas y tantas campañas bélicas, con un terrible costo en destrucción y sufrimiento humano.
Y, bueno, ahora tenemos, al mando de la nación más poderosa del planeta, a un sujeto que, a diferencia de sus presuntos pares, no sólo no se distingue por su clarividencia sino que parece haber llegado para sembrar discordia, ruina y dolor, rodeado como se encuentra de una corte de zalameros y cobijado por millones de seguidores que, a estas alturas todavía, no se han dado cuenta de que el hombre nos conduce a todos —mexicanos, canadienses, ucranianos, japoneses y los propios naturales de la Unión Americana—al despeñadero.