Corría el año 1984 —quizá 1985—. A las tres de la tarde de un lunes o un martes o un miércoles, vestido con traje oscuro y una capa también oscura que parecía prestarle alas a su figura, Juan José Arreola cruzaba el “aeropuerto” de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y avanzaba con paso lento hacia su clase, algo así como “Introducción a la poesía francesa”. Ya era una presencia inconcebible en las pantallas de televisión, adonde había caído para hablar de la belleza femenina, los libros que seguían interesándole y hasta el futbol. Yo asistía a esa clase, junto a otros 25 alumnos, casi todos espontáneos que no cursaban la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas.
Decir “Introducción a la poesía francesa” significaba unos cuantos nombres balsámicos: Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Apollinaire, a lo mejor Éluard. Sin dejar su capa, Juan José Arreola iniciaba la ceremonia —no era otra cosa, no era un seminario ni un taller ni una cátedra— recitando de memoria un poema de estos autores a quienes idolatraba… y lo hacía, por supuesto, en francés. Cerraba los ojos, gesticulaba, recorría el tramo del escritorio a la puerta del salón dando pequeños saltitos y, una vez concluida la tarea, se refugiaba en un transparente silencio.
Dos cosas provocaban un ambiente de recogimiento: nadie entendía una palabra de francés pero no había uno solo entre nosotros que no fuera sacudido por la sonoridad, por la música que producían los versos. De esta manera, escuchábamos: “Vienne la nuit sonne l’heure/ Les jours s’en vont je demeure/ L’amour s’en va comme cette eau courante/ L’amour s’en va/ Comme la vie est lente/ Et comme l’Espérance est violente/ Vienne la nuit sonne l’heure/Les jours s’en vont je demeure”. Y entonces, recuperado del silencio, Arreola volvía a recitar los versos para hacernos sentir el paso de las aguas bajo el puente Mirabeau, y en verdad escuchábamos y en verdad la corriente se alejaba y retornaba.
¿Importa decir que Arreola no seguía un plan de estudios? Un día nos encontrábamos con el paso torpe del albatros en tierra al que Baudelaire atribuía los dones del poeta y al otro día aprendíamos algunos secretos del vino y en otro más éramos sorprendidos con las estrambóticas diferencias entre las civilizaciones europeas y las mesoamericanas. Todo desvarío, sin embargo, conducía sin atajos a la poesía.
Como Onetti, como Borges, Juan José Arreola llevó a la prosa de ficción la efusión musical y la abundancia retórica de la poesía. Supo, al igual que Marcel Proust, que la poesía expande y eleva el lenguaje del relato. Creo, por eso, que sus piezas más celebradas —la mayoría de las veces las más fieles a la brevedad— deberían leerse en voz alta, con un ritmo semejante al de un trance armónico.