Sigo a regañadientes los inútilmente intrincados derroteros de la reforma eléctrica y sus tropiezos. Mientras, dentro de la cabeza, alguna de esas voces que hacen la conciencia de uno, repite: “Costaguana...”
Es el país imaginario de Nostromo, la novela que el propio Joseph Conrad llamó: “mi mayor lienzo”. Sucede en una provincia costera, la pequeña Sulaco, bendita y maldita por una mina de plata. Aunque vagamente inspirada en las subversiones e intrigas que independizaron Panamá de Colombia (1903), la novela es de una universalidad latinoamericana hecha de menudencias. Conrad es ese escritor que puede explicar el mundo desde un objeto mostrenco, sin que el lector pierda de foco ni el objeto ni la dinámica del mundo. La mirada más precisa no es esclava de los ojos sino de la libre inteligencia.
Es imán y cementerio de cineastas. David Lean, creador de portentos de formato enorme (Lawrence de Arabia, Gandhi...) dedicó los últimos 7 años de su vida a preparar una versión cinematográfica. Al conocer el proyecto, Steven Spielberg quiso ser el productor; contrataron a Peter O’Toole y a Marlon Brando para iniciar el rodaje de su Nostromo. Lean murió el mes siguiente, y ya no hubo quien se atreviera. No hay loco que coma lumbre. Ni siquiera Spielberg. Hay por ahí otro intento, de la BBC, pero es basura frente a la novela. Con casi todas las novelas es posible aislar una historia; Conrad no se deja: lo que parece secundario resulta siempre un órgano indispensable.
Conrad es escritor de aventuras. Y lo hallamos cerca de Jack London y R.L. Stevenson, Twain, Melville. Pero Italo Calvino lo quiere en el “anaquel de los novelistas analíticos, psicológicos, de los James, los Proust...” (Por qué leer los clásicos. Tusquets). Harold Bloom compara su prosa con la del esteticista Walter Pater y dice algo interesantísimo: que Conrad es la influencia constante en la generación siguiente de escritores: Conrad, sumado con Twain, da a Hemingway; con Henry James, a Fitzgerald, y con Melville, a Faulkner. En el álgebra de las influencias, Conrad es el denominador común.
Seguimos sin mitigar el fenómeno de Nostromo. Mientras, espero a que llegue mi encargo, para leer la Historia secreta de Costaguana de Juan Gabriel Vázquez, y leo en Wikipedia que su personaje, José Altamirano, acusa a Conrad de haberle “robado su vida”. Le creo.
En Sulaco, como sucedía en Colombia y Panamá, convergen personas de todo el mundo y raleas berrendas. Una familia de ingleses, ya nativos, los Gould, cuyo abuelo vino a América para combatir al lado de Bolívar y terminó con el título de concesión de la mina de plata, sin lograr que produjera, merced a “este constante ‘¡Salvar a la Patria!’” de los “perniciosos intereses extranjeros”. Otro, un viejo soldado de Garibaldi en la unificación de Italia, que “sentía un desprecio infinito contra aquella revuelta de pillos y léperos, que ignoraban el significado de la palabra ‘libertad’”. Los Avellanos, de abolengo español; el primer presidente civil, Ribiera, que no pronuncia una palabra porque siempre habla por él el general Montero, con discursos en los que se asume como “la encarnación de ese dios extraño: el Gobierno Supremo”, garante de una democracia “que he establecido para la felicidad del pueblo”. Y, por supuesto, esa magnífica bestia, el “hombre del pueblo”, “nuestro hombre”: Nostromo, cuyo “genio proclamó su dominio sobre el oscuro golfo, que contenía sus conquistas de riquezas y amor”.
Todas las facciones que se hacen la guerra son salvadores de la patria: unos, urgidos de dar muerte a los saqueadores extranjeros; otros, los modernos, saben que, sin dinamismo económico, no hay patria sino un muladar. Y así como Conrad es el denominador común de las influencias literarias, la idea de nación, patria y demás antiguallas son el denominador de una batalla que lleva solamente a la derrota cíclica.
Recuerdo que Álvaro Mutis guardaba sin leer algún libro de Conrad (¿dijo La línea de sombra?). Leyó con fascinación todo lo demás y se rehusaba a quedarse sin alguno nuevo. Lo entiendo perfectamente. Pero, más que esta obsesión, sería saludable poder mandarlo para siempre al pasado. Conrad no pierde nada. Su valor es constante; el nuestro, pasajero.
Veo lo que hacen unos, lo que arguyen otros, en el caso de la reforma eléctrica: esa “mina de plata” que se arrebatan todos con el síndrome de “salvar a la patria”... En esas clases políticas y los partidos, seguimos siendo Costaguana.
AQ