Piel, un cuento de Margarita Martínez Duarte

Ficción

Poeta, narradora, ensayista, la autora de la novela Sin ella, publicada por EscritorasMx, nos ofrece un relato intenso habitado por el rencor.

Margarita Martínez Duarte, escritora y psicoterapeuta. (margaritamartinezduarte.com)
Laberinto
Ciudad de México /

Laura cabía, menos que antes, en su viejo escondite. Tuvo que contorsionarse para apoyar los dos omóplatos y una sola cadera contra el tablón de conglomerado y evadir el céspol. Tenía las piernas encogidas, desde la articulación del fémur, hasta llegar a los dedos gordos y engarrotados de sus crecidos pies.

Sorpresa, que tuviera que doblar el cuello, estirar el brazo derecho y cruzar el izquierdo sobre el pecho, para que las puertas del mueble cerraran, o al menos parecieran cerrar. Sorpresa, que la postura más cómoda para su mano derecha fuera torcer la muñeca, anidar los dedos y el metacarpo debajo de la barbilla, y hundir el antebrazo entre los pechos.

La próxima vez, ¿cabría? ¿cuándo sería la próxima vez?

La música que hiciera retumbar las bocinas durante horas, se detuvo. Escuchó a su padre trastabillar por la sala. Fue dibujando en su mente el mapa sonoro de los tumbos. Cada golpe se acompañaba de los insultos farfullados por él y las pequeñas contracciones involuntarias de los músculos de ella. Aquí, la esquina del sillón de dos piezas, seguida del borde de la mesa de centro. Allá, las puertas abiertas de lo que su padre orgullosamente llamaba “mi cantina”, un adefesio pequeño y barato, con una rueda en cada pata, que albergaba algunas botellas abiertas, una hielera, unas pinzas y un gastado cubilete, símbolo de la vida social que había dejado de ser, decenas de borracheras atrás.

Todo entraba por los oídos de Laura, amalgamado con la molesta contractura de su cuerpo y un aroma a trapo húmedo y a la nube de ron que su padre exudaba y había copado ya el pequeño apartamento.

Esperó hasta escuchar la caída. Si su mapa era correcto, como seguramente lo era, esta vez se habría desplomado sobre la alfombra, entre el sillón y la pared. Sabiendo que él no sería capaz de levantarse de ahí hasta la mañana siguiente, Laura cerró los ojos. Trató de respirar hondo, pero su engarrotada postura y la tensión que sentía en el diafragma no le permitieron jalar más que un filamento de aire, que estuvo apunto de convertirse en sollozo al exhalar.

Empujó despacio la puerta más cercana a su cabeza y se deslizó por ella hasta el suelo.

Usando los antebrazos como remos, logró sacar la cadera. Cuando extraía cuidadosamente las piernas, se imaginó siendo la ayudanta de un mago, que emergía triunfante de una caja colorida, después del truco de las espadas.

Llevó todo su cuerpo al piso de linóleo, cerró las puertas y se levantó. Erguida, en mitad de la pequeña cocina, alzó ambos brazos por encima de la cabeza, cruzó la pierna izquierda por detrás y se inclinó en una reverencia ante un público imaginario que la aclamaba. Repitió el gesto con la pierna derecha. Se llevó una mano al pecho y agitó la otra, saludando frente al refrigerador. Sonrió con una mueca sobreactuada, como de reina de belleza. La mueca se disolvió al escuchar la voz de su padre, descontrolada y babosa, saliendo de su boca exageradamente abierta contra la alfombra.

—Laura… Laurita…

Laura se sujetó con las dos manos del borde del fregatrastos y empezó a sacudirse con fuerza. Trancó las plantas de los pies contra el linóleo y se jaloneó, una y otra vez, como si quisiera quebrarse.

—¡Cómo no te has muerto, hijo de la chingada! ¡Maldito! —gritó, permitiendo que su voz se bamboleara con los chicotazos, tundiendo su cuerpo con insultos, gemidos y sacudidas, hasta que se sintió débil.

Jadeaba. Las manos y la cabeza le hervían. Tenía la sensación de existir solo a medias en su cuerpo inflamado. No estoy, pensó. Flotaba un poco más allá de su piel. Se deslizó lentamente hacia abajo, con la cabeza colgando y la boca abierta, hasta quedar sentada sobre los talones, las manos aún sujetas del borde del fregatrastos. No estoy no estoy no estoy no estoy…

Lejos de su cuerpo: posibilidades dilatadas de existencia. Laura salía de la cocina. Entraba en la sala. Pendía, por encima de su padre tendido en el suelo. Atravesaba una de las ventanas del apartamento y seguía adelante, como si se diluyera, cada vez más lejos, más aire y menos Laura.

El vuelo era placentero, hasta que una leve molestia en el pecho y una voz interna le advirtieron que había tocado el límite. ¿Dónde estás? Regresa.

Se arrastró en cuatro patas hacia el cajón donde guardaba los utensilios de cocina. Revolvió el contenido con torpeza hasta encontrar el cuchillo más pequeño, el del manguito amarillo. Sintió alivio al sostenerlo en la mano. Era como encontrarse de nuevo con un confidente.

Hacía un par de semanas que lo había arrojado en el cajón, a que se mezclara con los cucharones y las espátulas, y viviera la vida que originalmente le fue destinada, en lugar de la que ella le había otorgado, dentro de un viejo estuche para lápices, escondido en el último rincón del clóset de su recámara.

Acarició el plástico de la empuñadora y el círculo dorado del tornillo que aprisionaba la navaja. Fue regresando a sí misma, a partir de las yemas de los dedos y el consuelo de reencontrarse con aquel objeto.

Era una niña, cuando el juego de cubiertos estaba completo. Aprendía a poner la mesa, cuando su madre se fue. El único vestigio de domesticidad que había sobrevivido de todo aquello, era el cuchillito de la fruta.

Su padre encontraba nuevas formas de derramarse sobre el piso de la sala, cual si fuera una bolsa balbuceante de ron. Laura habitó su cuerpo, solo lo necesario, para incorporarse. Salió de la cocina, con el cuchillo laxo en la mano derecha. Caminó hacia la sala, con pasos irregulares y desgarbados, como un zombie. Zombie Laura no más Laura. Se detuvo a unos pasos de su padre. Sintió asco del pantalón luido y la guayabera que apenas le cerraba a la altura de la barriga; de todas aquellas flojas y sudadas carnes; de la saliva que escurría de su boca y había producido un charquito en la alfombra. Marioneta asquerosa.

Sabía lo que tenía qué hacer para regresar del todo a su cuerpo. Se sentó con las piernas cruzadas. Enfrente de ti, papá. Se arremangó la sudadera del lado izquierdo. Escudriñó su antebrazo. Quedaba poca piel sin marcar. (Sorpresa, lo había olvidado.) Dejó el cuchillo en el piso y se arremangó el brazo derecho. Tampoco ahí sobraba el espacio entre las cicatrices.

Miró con atención. No le disgustaba aquel paisaje corrugado del cual era dueña.

Laura volvió a tomar el cuchillo, esta vez con fuerza. Levantó un poco los ojos, para mirar el cuerpo de su padre, pero sin encontrarse con su rostro. Descubrió los pies descalzos, las gruesas uñas sin cortar, los vellos ralos y oscuros.

Lo único que necesito —pensó— es más piel.

AQ

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