En el suelo se dibuja la figura de Peter Pan. Si me giro hay una ventana rectangular muy pequeña donde, a veces, puedo ver la punta de dos árboles. Del techo cuelgan seis paneles de luz, una pequeña grieta que parece flotar, una rendija de ventilación, las sombras del día. Me rodea una suerte de guardapolvo con dibujos infantiles: un monstruo, un cohete, un niño verde de cabeza. A mi costado hay una pequeña mesa Pasteur y en alguna parte, separados por cortinas azules, duerme una mujer que lleva tres meses intubada. En el mismo pabellón están los “pronados”, los puestos boca abajo para expandir la capacidad pulmonar. Muy cerca sobrevive quien hace dos días le hicieron una traqueotomía. Leen sus labios, los humedecen con agua. Somos vecinos y bultos que forman una orquesta. Cuento los ruidos: el oxígeno que llega a mi nariz, la alerta del catéter que han cambiado dos veces por culpa de mis esmirriadas venas, el oxímetro en un dedo. Además escucho los pasos, las conversaciones que no entiendo, mi respiración de pez boqueando a la orilla de una isla que no puedo asir. El miedo empezó en urgencias. Ahora estoy en Nunca Jamás con una pregunta que serpentea por los tubos, los dibujos, la punta de los árboles y el haz de sol que ilumina levemente la habitación a las ocho de la mañana: ¿saldré de aquí?
Cada cuatro horas escucho el cambio de guardia repetir el diagnóstico. Nombre. Pablo Samuel Raphael de la Madrid. 51 años. Número ISSSTE 8936744. Neumonía por covid-19, hipertensión arterial, diabetes mellitus tipo 2, sin alergias. En cada ocasión la enfermera de turno me escribe, soy su historia con algunos cambios: el paciente está irritable, orinó en el pato, colabora o no colabora. Insomnio. Signos vitales. Cada mañana veo una jirafa entrar para hacerme una radiografía de la caja torácica. Es un equipo decorado que luego se va para dar paso al aparato del electrocardiograma, las tomas de sangre, los cambios de medicamentos que cuelgan de algo que llaman el pulpo. Corticoides que detienen la inflamación y suman a la vacuna pero descontrolan la presión arterial y la glucosa. Es una batalla entre lo importante y lo peligroso. El día transcurre con la atención puesta en mi respiración. No tengo olfato, pero mi memoria se fija en algo que recordaré como el olor de estos días resumidos en la temperatura fría del oxígeno y la sangre agolpada en la nariz.
El Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) ha adaptado la zona de pediatría para pacientes portadores del bicho que cambió a la civilización. Cuando dicen que se trata del mejor lugar del país puede sonar fácil, pero el prestigio no está hecho de enunciados sino de nombres. Sarai, Yarely, Erick, Margarito, Michel y muchas otras enfermeras y enfermeros sin rostro, literalmente sin rostro, a quienes les debo la vida. Los lentes, gorros y cubrebocas hacen que ni siquiera entre ellos se conozcan “más que de voz”. Pienso en el camillero al que por su gorro bauticé el Iron Maiden que me ayudó en el primer viaje al reposet, también en la chica de los tatuajes (un verso que nunca pude leer, un avión, el símbolo del infinito) que me puso música para tripular la noche. Escucho la lista de estaciones de metro y microbús de quien todos los días viaja hasta tres horas y seis trasbordos para llegar puntual a su guardia. Winter is coming. La última mañana escucho la historia de quien tiene al padre preso por una acusación falsa y con un esfuerzo mental enorme se obliga a concentrarse en su trabajo, sabiendo que es la única fuente de sustento para la familia. Proteger a alguien en la cárcel es tan caro como el Remdesivir que aquí es gratis y para todos. De mi cerebro surge una frase que se me pegó por en la juventud. No te quejes de no tener zapatos cuando hay quien no tiene pies. Y así, a lo largo de la convalecencia escucho las historias de los contagios, de los platos que se cocinarán para navidad, del poder curativo de los gatos y su ronroneo, de los que salieron y los que no la armaron. La nochebuena está próxima y alguien me cuenta que han montado un nacimiento a la entrada del pabellón. Mientras sobrevuelo alrededor de mi ombligo, enredado de tubos, foquitos y cables como un árbol de navidad, ellas hablan y me cuentan, recibo la visita de los neumólogos, del servicio social, de una endocrinóloga dura, que habla sin filtros. Trescientos de azúcar, 280, 195. El secreto de su recuperación es la paciencia.
Entran y salen, me giran, me acuestan boca abajo. Suben un punto al oxígeno. Se reúnen entre ellos y deliberan. Comparten tres cosas: el amor a la medicina, la pasión por el servicio público y los contratos temporales. Cuando se me ocurre decirle a Sarai que ellas son las heroínas silenciosas de la historia, contesta tajante que eso no es lo importante. Lo bonito es que ahora sí valoran nuestro trabajo y ojalá eso cuente para nuestro futuro. Más que reconocimiento nos gustaría certidumbre.
Hace un año en este lugar había más de 180 pacientes intubados, hoy estamos a menos de diez gracias a las vacunas, me dice la decana de las enfermeras mientras se burla de las teorías de la conspiración y los antivacunas o antimedidas que en otros países creen estar defendiendo las libertades cuando lo que defienden son los privilegios. Mientras en África hay un terrible déficit de dosis por el egoísmo internacional el 40 por ciento de los austriacos pelea por el derecho al egoísmo. Creíamos haberlo visto todo, pero no. En México podrán criticarse muchas cosas, pero a nosotros no. A nosotras no.
En este tramo de la pandemia ya han superado el reto de enseñar en muy pocos días procedimientos y protocolos que tomaban años. El miedo se ha desvanecido pero no la incertidumbre de otras cepas y otros futuros probables. Las cuerdas ya no están tan ajustadas y aunque las fracturas en la nariz o las afecciones en la piel continúan por el uso prolongado del equipo sanitario, ellas tienen claro que al camino le falta mucho por delante. En la memoria (como una cicatriz) quedaron las agresiones en la vía pública, la necesidad de ser protegidos por la Guardia Nacional, el estigma social que muchas veces les impidió subirse al transporte público. Entre risas Yarely me dice que extrañan los menús buenísimos que los restaurantes nos enviaban al principio. La solidaridad también se cansa, pero aquí adentro nos sentimos muy orgullosos de la capacidad que tuvimos para reinventar al INER. Éramos el hermano pequeño de los Centros Nacionales y ahora nos buscan todo el tiempo para ir a otros países, principalmente para contratarnos en Estados Unidos. Ya sabes, nadie es profeta adentro de su edificio. La granjita, le decimos con cariño al INER.
Los once días ahí adentro fluyeron en silencio y sin pirotecnia. Toda una maquinaria humana funcionaba consciente de su papel y, muchas veces, soportando el miedo a la muerte de nosotros, los pacientes, que manoteamos, que nos aferramos a sus brazos, que nos dejamos enjuagar, sonar, limpiar, pinchar, inyectar. Y encima nos atrevimos a imaginar fugas con sábanas atadas y nalgas desnudas o a retarlos blandiendo una espada en medio del delirio. Quijotes en camisón.
Mientras en Nunca Jamás respirar es una cosa de vida o muerte, afuera el mundo no se detiene. Antes de que uno de los médicos me diga “no se lo tome a mal, pero espero no verlo nunca más por aquí”, Chile anuncia que el presidente Piñera pasará el mando a un estudiante a quien diez años antes le negó audiencia; México llega a las 200 millones de vacunas gracias al trabajo silencioso de otro ejército y (guarecido en casa) mi padre continúa navegando el extravío de su memoria. El mundo sucede sin uno.
Una vez fuera de peligro, al tratamiento se suma la desintoxicación de las redes sociales, la lectura de una novela sobre el poder de los recuerdos llamada La policía de la memoria y dos mensajes de voz que hicieron de Renata un faro, un “resiste”. En el inter, en mi teléfono se acumulan los mensajes de Damiana y mi hija Olivia desde Barcelona, mis hermanas y hermanos, los amigos, las compañeras de trabajo, los afectos que en estas horas próximas a la última noche del año me llenan las horas de una certeza: la gratitud es la única forma de verdad que permite romper lanzas, dejarse vencer y comenzar de nuevo. Viva la salud pública de México, en mi corazón y para siempre el nombre del INER.
AQ