Ahora cabalgo con los gules burlones y afables
en el viento nocturno, y retozo durante el día entre
las catacumbas de Nefrén-Ka…
H. P. Lovecraft
¿Puede un libro ser una puerta a otros mundos? Y…, no me refiero a lo que piensas. Por supuesto que lo es, como una metáfora directa. Cuando abrimos un libro, podemos entrar en los mundos descritos en sus páginas, en las vidas de sus personajes, en sus realidades. La lectura nos permite ser alguien más, vivir otras vidas; lo cotidiano, lo fabuloso, lo terrible, mientras exploramos sus páginas. Pero, como dije, no me refiero a ello. Una puerta… ¿acaso una portada?
Empecé a leer a edad temprana, y mi gusto por lo fantástico comenzó también muy pronto. A veces escucho a madres y padres que dudan de poner al alcance de sus hijos los cuentos de Poe, cuando en mi caso, haberlos leído de niño probablemente fue crucial para consolidar mi amor por la lectura.
Pero tampoco es de ese libro del que hablo; cuando menos, no para mí. Lo encontré en el librero del pasillo de la casa de mi infancia, cuando tenía once años. Era un libro pequeño, de la hoy olvidada Editorial Novaro, que aunque algunos recuerdan solo como sello de historietas, en su momento produjo un magnífico acervo literario. Carecía de título; bastaba, al parecer, la fuerza de los nombres de los dos autores que encabezaban la portada sobre un fondo amarillo sin mayor explicación:
Ray Bradbury Robert Bloch
Décadas más tarde, lo puedo corroborar: cuando aparecen sus nombres, todo lo demás sale sobrando. La parte inferior de la portada mostraba una imagen que me impactó, y esa misma tarde leí el libro. Fascinado por los pasajes terroríficos, siniestros, pero a veces tan divertidos que me tenían riendo sin parar. El vampiro sonriente que corría escaleras arriba desde el fondo de la cripta; “Odd” Martin, el loco del pueblo, quien aseguraba estar muerto; el hombre que temía ser vigilado por los insectos; el embalsamador con un mórbido sentido del humor… Pero ninguno de los relatos me explicó aquella portada.
Era la plaza de un pueblo, un sitio aislado, ya que se veía rodeado de montañas que asomaban por encima de los techos. La plaza misma estaba cerrada, no se veían calles que salieran de ella; era más bien como el patio interior de un mercado, el perímetro delimitado por unas escaleras que conducían a los portales abiertos y oscuros de los edificios. Y en el centro de la plaza vacía de personas, una estatua. Sobre un pedestal, se alzaba una gran mano, entre cuyos dedos índice y medio sostenía un disco, en el cual se hallaba un ojo abierto. Una estatua con el color de la piel humana, cuyo significado me rebasaba, pero que me atraía al grado que, entre las lecturas de cada cuento, cerraba el libro y me quedaba mirando esa imagen, estudiándola, como si mi progresión en la lectura fuese a ayudarme a comprenderla mejor. O como si esperase que algún cambio se hubiera producido. Me agobiaban las hileras de portales que circundaban la plaza. Miraba la negrura en su interior, seguro de que habría gente allí… Gente, o algo más… espiando, sin dejarse ver. El firmamento, por encima de los cerros circundantes, mostraba los tonos anaranjados de un sol que ya había desaparecido abajo del horizonte y que pronto desaparecerían, dejando la plaza en tinieblas. Una plaza vacía, bajo un firmamento sin luna. Y seguramente en cuanto la luz desapareciera, numerosas figuras oscuras se derramarían fuera de aquellos arcos en hilera, para invadir la plaza, porque la noche era su tiempo. Miraba una y otra vez cada rincón de la plaza, buscando alguna calle escondida, algún resquicio que se me pudiese haber escapado; una ruta de salida, puesto que me imaginaba de pie en aquella plaza aislada en un pueblo perdido en la sierra, en los últimos minutos del atardecer, tras lo cual aquellas cosas saldrían… Y no había salida visible de la plaza, a no ser que fuese… a través de una de esas puertas, para atravesar la edificación en busca de una puerta en el muro exterior. Y entrar allí sería ir al encuentro de aquellos que acechaban.
Ese fue uno de los libros que más releí en mi infancia. Disfrutaba de cada uno de los relatos como si fuesen viejos amigos, y siempre pasaba largos minutos escrutando la portada, como si en esta ocasión fuese a descubrir o deducir algo más que lo que antes había visto e imaginado.
Con los años no acabó la exploración. Si acaso me preguntaba qué otros horrores aguardaban el anochecer para salir, algunos de ellos se dejaron vislumbrar eventualmente; no en la portada, claro, sino conforme las nuevas lecturas del libro me mostraban que también sus páginas contenían salidas ocultas. El primer relato, “La sombra del campanario”, se expandió considerablemente cuando lo volví a encontrar, en el segundo tomo de Relatos de los Mitos de Cthulhu, de Bruguera, y descubrí que el cuento de Bloch era la tercera entrega de una narración por episodios que hiciera en conjunto con H. P. Lovecraft… Y cuando yo leí ese cuento por primera vez, no habría imaginado que ese personaje indagador y enigmático que aparecía brevemente en él, Howard Phillips Lovecraft, había sido una persona muy real, y que su poema citado en el libro, “Nyarlathotep”, era un soneto completo que eventualmente podría leer como lo hacía el protagonista del cuento. O bien que llegaría a leer otros cuentos e incluso novelas acerca de “Nyarlathotep”, obra del propio Robert Bloch, de Lovecraft y de otras plumas.
Tantos lectores que se creen nutridos en letras conocen a Ray Bradbury tan solo por Fahrenheit 451, Las crónicas marcianas y El hombre ilustrado, sin sospechar que esas no son ni sus únicas, ni sus mejores obras. Fue sin abandonar aquella plaza terrible del pueblo aislado que descubrí y visité Green Town, Illinois, vi a una feria siniestra llegar, me colé a la reunión excepcional de la Familia, volé entre las hojas de otoño con Cecy y escuché el llamado del señor Mortajosario.
Poco imaginaba que el fabuloso y humorosamente siniestro vuelo al Sabbath, en compañía de la deliciosa bruja Lisa Lorini, que aquella vieja lectura me permitió, sería evocado al volver a seguir la ruta ya familiar que ella me mostrara en mis sueños tempranos, más allá del cruce de caminos entre la ficción y el sueño, del cerco entre las imaginaciones astrales y las praderas de Elphame. Con duelo y suspiro y gran sigilo…
Me pregunté tantas veces qué libros eran esos que se mencionaban pavorosamente en los relatos; seguramente los arcos sombríos que circundaban la plaza guarecían algún ejemplar amarillento del De Vermis Mysteriis, de la Cábala del Viejo Saboth, del impenetrable Necronomicón (títulos, algunos de ellos, que ahora se encuentran en el estante por encima de mi escritorio, a pesar de los necios intelectuales que claman que libros ficticios no pueden ser leídos). Y desde aquella tarde en mi infancia, pasarían cuatro décadas antes de que fuera saciada mi ansia de saber cuál era la terrible parábola de Byagoona, el Sin Rostro, cuando la encontré narrada sin omisiones por James Ambuehl en las páginas de la revista Cthulhu Codex.
A partir de entonces he explorado los mundos de tantos y tantos libros, cada uno un laberinto interminable, una desviación más al interior de la Casa de Hojas, por los pasillos de la Biblioteca de Babel. Y, sin embargo, a través de tantas y tantas lecturas, tantos y tantos mundos, no cesé jamás de encontrarme rastros inesperados que conducían, de manera inevitable, a las páginas de aquel pequeño libro inescapable… De vuelta a aquella plaza, al pie de la estatua inexorable, bajo ese firmamento en un ocaso siempre al borde de consumarse. Tomo entonces el libro de su sitio entre tantos otros a los que me condujo, y vuelvo a sus páginas… También a recordar que hay, a pesar de todo, una porción de mí que se quedó allí, una parte mía que permanece de pie en aquella plaza de sombras crecientes, buscando sin encontrar jamás si no una salida, un resguardo, un refugio dónde agazaparse antes que llegue la noche y un sinnúmero de sombras pueble la plaza. Contemplo la plaza vacía, el ojo inexorable que me devuelve la mirada desde el disco entre los dedos de la estatua… Y gozo con el placer familiar de los cuentos que contiene y que ahora conozco a la perfección. Pero me percato de que incluso la plaza me resulta menos ajena, menos perturbadora. Por supuesto, sé que resuena con las horas de placer reiterado que aquel libro me ha brindado, y con su papel de parteaguas para descubrir mi biblioteca entera y más allá de ella. Pero a veces me pregunto si esa pequeña parte de mí no habrá arraigado ya demasiado en aquella plaza solitaria.
Sé que se trata de un viejo y atesorado libro, pero también tengo una impresión innegable de que cualquier día de estos voy a tomarlo una vez más del estante, y al mirarlo, veré cómo ese cielo de perpetuo anochecer que últimamente imagino un poco más oscuro, más ensombrecido, de lo que creía recordarlo… se ennegrece al fin. Entonces, quizá aquellos que salgan a mi encuentro desde los portales que circundan la plaza, vendrán a darme la bienvenida.
Texto publicado con autorización de los editores de la antología 'Marca de fuego', publicada por la Universidad de Guadalajara.
AQ