El necio republicano

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

Los pueblos pueden elegir con las patas, aclamar tiranos, cobardes o ladrones, pero una vez que se han narrado su propia historia como repúblicas, ya no saben renunciar a esa referencia.

El suicidio de Catón de Uticus, pintura de Giambattista Langetti. (Musei di Strada Nuova)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Catón el Joven se dedicó a la política y no escribió nada. También se le conoce como Catón de Útica (en Túnez), pero no es denominación de origen sino de final: junto con Escipión eligió Útica como reducto para dar una última batalla, más moral que militar, contra César, vencedor de la guerra y destructor de la República.

Sobre Catón el Joven escribieron todos los notables de su era: Cicerón, Plutarco, Plinio, Suetonio, Tácito, Lucano, y hasta Julio César, su enemigo acérrimo y vencedor, habiendo dicho primero que Catón era el único hombre a quien nunca podría perdonar, terminó despidiéndose con estas palabras: “Catón, de mala gana acepto tu muerte, como de mala gana hubieras aceptado que yo te concediera la vida” (que cito de Mary Beard, SPQR).

Desde niño era terco y parecía bastarse a sí mismo por lo que hace a sus juicios y sus actos, según cuenta Plutarco. Era descendiente del otro Catón, que también fue senador y famoso retórico, y que siempre terminaba sus discursos añadiendo la frase: Carthago delenda est (“y además, opino que Cartago debe ser destruida”). Tal vez fueran genes, pero la repetición del tatarabuelo cuajó con irrompible dureza en el tataranieto, y Catón el Joven embarneció como un estoico inquebrantable, que defendió la República junto a Cicerón, contra la conjuración de Catilina; que entregó cuentas hasta la última dracma en sus funciones públicas, y nunca cejó en su denuncia de la amenaza que presentaba, primero, el triunvirato y, luego, César: “Roma dio un vuelco no cuando César y Pompeyo riñeron sino cuando se hicieron amigos”. (Las vicisitudes son complejas: las relatan, con pocas diferencias, el poeta Lucano y el biógrafo Plutarco).

No era simpático, pero no podía dudarse de su franqueza, su voluntad de verdad, su valentía. Fue un funcionario y senador insobornable, pero tampoco destacaba como orador: “habla como si estuviera en la República de Platón, cuando de hecho está en la mierda de Rómulo”, dijo Cicerón.

Su muerte, como su vida, vino por propia mano. Cuenta Plutarco que, al saberse derrotado, Catón decidió suicidarse dejándose caer sobre su propia espada. Falló porque tenía herida la mano y no la pudo asir con firmeza. Lo halló un esclavo y llamó a un médico. Catón se dejó curar, por respeto al acto piadoso de quienes se ocuparon de él, pero en cuanto estuvo solo, se quitó los vendajes y con sus propias manos, por la herida se sacó las tripas.

Pero la influencia de este sujeto poco agraciado y sin simpatía tiene una larga sombra de admiraciones. Tiene, por ejemplo, una distinción extrañísima en el mundo cristiano. Dante, que pone en el infierno, sin sufrir, es cierto, a todos los que no hubieren recibido el bautismo, como Homero, Ovidio, Horacio, Lucano y hasta a Virgilio —el mayor poeta y el que había anunciado la venida del niño sagrado—, y al mismísimo Sócrates, se negó a depositar en el Infierno a Catón, y lo halla tras la salida, después de escalar la inmunda bestia de Satán y salir al fin al aire libre del Purgatorio.

“Cantaré del segundo reino, donde / logra su purgación el alma humana / y se hace digna de subir al cielo” (en traducción de Ángel María Micó). Los no bautizados, decía aquella teología severa, no pueden entrar al Paraíso. Un poco más allá (vv. 31-108) Dante distingue a “un viejo solitario / cuyo aspecto inspiraba más respeto / que el que debe a su padre cualquier hijo”. Es Catón de Útica. Ante él, “mi guía (Virgilio) entonces me agarró y con gestos / y con palabras hizo que mis piernas / y mi rostro mostrasen reverencia”.

La Roma Imperial nunca se repuso de la pérdida de la República. Su ética —estoica, platónica o cristiana—, su idea de nación, sus ideales imaginarios y su creciente desencanto vinieron de aquellas referencias republicanas. Y no sólo de la plebe, o de las familias patricias, ni de los senadores y funcionarios, sino de los mismos emperadores.

Los pueblos pueden elegir con las patas, aclamar tiranos, cobardes o ladrones, pero una vez que se han narrado su propia historia como repúblicas, ya no saben renunciar a esa referencia. Los atenienses tampoco cuidaron su democracia y la perdieron. Ni griegos ni romanos pudieron recuperar las formas políticas que, en su momento, les resultaban cargosas, aburridas, insuficientes. Pero una vez perdidas, siempre quedaron como referencia deseada y necesaria. Quizá Venezuela pueda recuperar una democracia perdida. Quizá ellos.

AQ

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