Debido a la insatisfacción de la vida que me tocó, me sumerjo constantemente en las historias de ficción. Algunos se refugian en el alcohol o en otras drogas o vicios. A mí me bastan los libros. Eso sí, para no caer en tentaciones, tengo que devorar uno tras otro. De esta manera vivo otras vidas y recorro otros espacios y otras épocas. Créanme que no exagero cuando digo que no sé lo que sería de mí si no fuera un yonqui de la lectura. Soy consciente de que, a diferencia de otras, mi adicción goza de buen prestigio. Pero tampoco me engaño: es igual que las comúnmente tachadas, en el sentido de que uno vive enganchado a algo, sin poder dejarlo. Soy presa, sin salvación, del delirio, el trastorno, la obsesión, la locura de las vidas ajenas atrapadas en un puñado de páginas, con olor a nuevo o a viejo.
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La primera vez que supe que no era el único con este “padecimiento” fue cuando leí La verdad de las mentiras. Ese libro de Mario Vargas Llosa no sólo es una estupenda guía de lecturas (mi primer canon literario) sino, sobre todo, la confirmación de que los humanos somos, por naturaleza, seres narrativos y que nos fascinan las historias de los otros. Acabo de releer el entrañable prólogo que Mario hizo para explicar su abyecto vicio a las palabras impresas y me he dado cuenta de que también habla de mí (y seguramente de ti): “los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta a la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener, pues en el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho. (…) No se escriben novelas para contar la vida, sino para transformarla, añadiéndole algo. Porque el regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos”.
Ahora, en las librerías, se encuentra un libro-espejo (uno más, pero bien confeccionado) de ese que publicó hace 30 años el también autor de La tía Julia y el escribidor. Se llama La traducción del mundo (Alfaguara) y contiene las cuatro ponencias que el colombiano Juan Gabriel Vásquez dictó el año pasado en la Universidad de Oxford, dentro de la prestigiosa Cátedra Weidenfeld de Literatura Europea Comparada. El objetivo de sus lúcidas reflexiones fue averiguar si en la ficción literaria se encuentra una manera de comprender la vida que no pueda encontrarse en ningún otro espacio. “¿Es la literatura el lugar donde el mundo es traducido, interpretado e iluminado?”, se pregunta, para responderse enseguida: “Acaso la ficción tenga una capacidad única para dilucidar las complejidades de la experiencia humana —el misterio de cada vida, nuestro vínculo con el pasado, la tensa relación que hemos mantenido con el universo político— y transformar esa interpretación en conocimiento”.
Además de repasar libros fundamentales para apoyar sus argumentos y realizar, en suma, un homenaje a la ficción, en sus lecciones Vásquez alerta sobre el actual peligro “de la salud de las ficciones”. Se refiere, entre otras cosas, a la proliferación de libros narcisistas (hoy casi todo mundo escribe la llamada autoficción), “apegados a la verdad”, y a la censura y autocensura que rige en el mundo políticamente correcto de nuestros días (la dichosa “cultura de la cancelación”) y suprime “la libertad de la imaginación”. Tal vez sea así, afirma, porque “con la ficción llegamos a los secretos humanos que quizá no deberíamos conocer nunca o, incluso, porque gracias a ella también se cuestiona el relato autoritario del poder”.
A mí me gusta que los sabios “descodifiquen” el proceso que atravesamos los hambrientos de lecturas, que expliquen los trucos y secretos con los que un autor nos atrapa y hace que no soltemos su obra hasta llegar al punto final. Pero lo que más me entusiasma es sentirme acompañado en la manera en que sobrellevo mi existencia: viviendo (y sintiendo) la vida de otros, echándome un clavado a sus sueños e insatisfacciones, envuelto en fantasías o paralelismos cotidianos. También me encanta saber que no soy el único ingenuo que aspira a leerlo todo y que en otros rincones de la geografía hay alguien que, como yo, evade la puta realidad pasando páginas sin freno.
AQ