Cuando en la escuela primaria la maestra nos explicó que en español se emplea el género masculino para los sustantivos que pueden ser tanto masculinos como femeninos (el director, la directora), primero pensé que eso era una demostración de la “superioridad natural” de los niños sobre las niñas.
Años después me enteré de lo contrario.
Por “lo contrario” no tan solo me refiero a las numerosas características de superioridad fisiológica y mental de las mujeres, a las que dediqué dos ensayos anteriores, sino también al hecho de que al decir, por ejemplo, “los niños” no se está distinguiendo entre sexos, pues por definición la expresión abarca tanto a hombres como a mujeres, mientras que con el término “las niñas” uno (lo cual —nótese— también incluye a “una”, aunque al revés no es así) las indica única y exclusivamente a ellas, dejando fuera de la expresión a los varones. Es decir, refutando la irreflexiva moda actual, realmente en el idioma español el femenino es “más poderoso” que el masculino.
Si bien esa preeminencia inicial de los términos en masculino se debió a la estructura patriarcal de las sociedades originarias, luego hasta se nos volvió en contra porque, para simplificar el lenguaje, las reglas gramaticales claramente especifican que los sustantivos comunes animados expresados en masculino no lo son, pues en realidad son... comunes, lo cual implica que son ambiguos, y por tanto se requieren palabras extra para referirse tan solo a los varones, pero sus contrapartes sí son exclusivamente femeninas.
La especificidad de lo masculino se pierde al emplear los términos comunes, y por tanto es ridículo y rebuscado decir “si están cansados o cansadas podemos tomar un receso”, pero sí en cambio sería forzoso indicar “si los hombres están cansados pueden tomar un receso; las mujeres no”, o algo similar, pues hacen falta más palabras para denotar exclusivamente al sexo masculino que a ambos.
Esta artificiosa inconformidad supuestamente reivindicatoria, que más bien es producto de la ignorancia de la gramática elemental, hunde sus raíces en traducciones serviles de otros idiomas, en especial del inglés, en donde sí se vuelve necesario distinguir el género, complicando con ello el discurso, pues es forzoso decir my brothers and sisters, en lugar del mucho más sencillo “mis hermanos”, para indicar tanto a Alicia como a Arturo y Alejandra.
Existe igualmente una razón más penosa de esta nefasta costumbre hoy tan en boga: un presidente de México (2000-2006) del que luego todo mundo se burló por ignorante y “ranchero”. Pues bien, a este folclórico personaje le daba por decir “los chiquillos y las chiquillas” y cosas similares, y no deja de ser irónico que aquellos que despreciaban al político ahora hablen como él: se convirtieron en analfabetas funcionales y comparten esa absurda obsesión de alterar el género gramatical en forma innecesaria.
Independientemente de las necesarias e importantes luchas feministas por recuperar el imprescindible equilibrio social (en las que igual debemos participar los hombres y las mujeres), o de las actuales tendencias para incluir otras visiones de género, vaya que resulta tristemente hueco y afectado sentirse “progresistas” e “incluyentes” al apegarse a una tendencia que no es sino un ejercicio de superficialidad, muy lejano de formas o labores de acción social en favor de la igualdad, pues es iletrada, inefectiva y poco elegante; la emancipación inicia con el hecho de no asumirse como víctima y se basa en la equivalencia, antes que nada desde una perspectiva, digamos, filosófica y a la vez lingüística.
Viene a la mente un video que circula por internet: Una sonriente mesera recibe a un pequeño grupo de personas con un “¡Bienvenides!”, y al cuestionar por qué habla así, responde: “Este es un restaurante inclusivo”; entonces le preguntan si hay rampa de acceso para silla de ruedas o menú en Braille, y queda claro que todo el numerito no es sino un triste ejemplo más de esa penosa simulación pseudo-lingüística que “algunes” nos quieren imponer.
Es necesario tener cuidado con los demagógicos y falsamente “feministas” malos —y engorrosos— usos del lenguaje, porque ya muchas personas piensan y exigen que deberíamos decir “Los y las jóvenes fuimos al zoológico y todos y todas estuvimos muy contentos y contentas viendo a los hipopótamos y las hipopótamas”.
Lo mismo se aplica al improcedente uso del anglosajón símbolo @ (inexistente en español) para tratar de abarcar tanto a hombres como a mujeres, o el de la letra “x” —y además, ¿cómo se supone deberían pronunciarse las palabras construidas con esas letras ajenas?—, o qué tal el bárbaro empleo de la supuesta palabra “miembra” para significar que Laura pertenece a un cierto grupo. Si así fuera, entonces también debería decirse que Juan es “un persono”.
Simple y vulgar ignorancia de las reglas y la lógica del español como una entidad autónoma. ¿De dónde viene ese afán de someterse y remedar las estructuras y modos de otros idiomas? Resulta más propio y sencillo conocer, respetar y proteger el nuestro.
El lenguaje español tiene más de mil años de existencia siendo nuestro aliado. Aunque sus reglas y usos evolucionan, no necesita de nuestra ignorante arrogancia para “mejorar” en este caso, porque el hecho es que los sustantivos comunes no tienen especificidad y abarcan ambos géneros por igual, mientras que los femeninos son únicamente aplicables a ellas. ¿Qué ganamos con empecinarse en no asumirlo y de paso traicionar el idioma?
No solo eso, pues viéndolo desde una perspectiva sintáctica, el idioma español sí es sexista... pero en favor de las mujeres, lo cual no deja de ser una buena noticia para quienes admiramos a “la otra mitad del cielo”: la supuesta exclusión gramatical —que no lo es— opera en contra de lo masculino, porque éste pierde especificidad y siempre es ambiguo, mientras que al revés es totalmente claro y sin necesidad de palabras adicionales para precisarlo.
Más aún, y aunque existen ciertas discrepancias entre filólogos, el sufijo “ente” se refiere a la condición de ser (técnicamente se llama participio activo del verbo ser), y por tanto se dice el/la paciente, el/la comerciante, y no “cantanta”, ni tampoco “estudianta” ni “adolescenta”, ¡y no por ello las estamos discriminando!, como quieren sentir quienes se autoexcluyen a la primera provocación. ¿O en sentido inverso acaso también nos vamos a sentir agraviados con la palabra neutra “dentista” y exigiremos airadamente que se diga “el dentisto”?
Feminismo es otra cosa: es partir de la base de que hombres y mujeres son iguales (no idénticos, sino iguales), y que por tanto cualquier consideración de tipo social, laboral, económica, legal y similares se aplica por igual y sin distinción para ambos géneros.
Ojo: sin distinción ni “positiva” ni “negativa”, y eso deja fuera los asuntos de cuotas y prerrogativas, al igual que las discriminaciones y los favoritismos hacia uno u otro lado, más que, en todo caso, como un mecanismo transitorio de balance o compensación. Lo anterior implica de entrada el rechazo a cualquier tipo de suposiciones a priori —buenas o malas—, y excluye igualmente el victimismo, que por supuesto puede llegar a ser conveniente.
La necesaria y bienvenida lucha por las causas de las mujeres se demuestra abogando por la paridad y defendiéndola ante los embates provenientes del machismo y el atraso, así como al preparar e impulsar mecanismos y condiciones equitativas de distribución de las cargas laborales, sociales y familiares. Prácticamente nada de todo esto se relaciona, ni mucho menos queda resuelto, con suponer que la frase “los diputados” (perdón por el infortunado ejemplo) solo se refiere a ellos, ignorando que “las diputadas” sí es específico. ¿De verdad creemos que se avanza cuando se dice “ellos y ellas”, “todes” y similares?
El idioma no siempre es inmediato, directo y simplón, y eso es una maravilla que no deberíamos perder por un torpe intento de corrección política que tan solo exhibe ignorancia y un deseo acrítico de sumarse a “las nuevas tendencias”.
Una amiga lingüista me explica que en la disciplina hay (al menos) dos corrientes: la lingüística descriptiva —describe y analiza cómo se utiliza el lenguaje en la práctica— y la prescriptiva —establece reglas, normas y guías hacia un estándar aceptado—, y ambas ofrecen argumentos tanto a favor como en contra del llamado “lenguaje inclusivo”. No lo dudo, pero también observo que eso de exigir a todos emplear la letra “e” para referirse al 0.3% de la población que no se siente ni hombre ni mujer no es sino un ejemplo de lo que se conoce como “la dictadura de las minorías”, y aquí va la definición ofrecida por el ahora popular ChatGPT:
La posibilidad de que un grupo minoritario, a menudo con creencias intensas o agendas específicas, ejerza una influencia desproporcionada en la toma de decisiones y en la configuración de políticas, lo que podría contravenir los valores y deseos de la mayoría. A veces, esta influencia se logra a través de estrategias de activismo y presión.
¿No sería más provechoso tratar de ver la realidad tal cual es, en la teoría y en la práctica diaria? ¿Por qué quienes se manifiestan por las mujeres actúan en este caso en contra de lo que pretenden proteger? ¿Cuál es el motivo de considerarse de entrada como mártires cuando la emancipación inicia por asumirse como iguales, con el idioma como compañero? La victimización no ayuda en la lucha. ¿Por qué rechazar entonces esa igualdad común del término “amigos” (que no se aplica en el caso de “amigas”, ojo) y empecinarse en escribir tonterías como los aberrantes “amig@s”, “amigxs” o “amigues”, sin ningún respeto por el lenguaje?
Se arguye que los idiomas están vivos y se desarrollan. Sin duda, pero en eso también hay reglas, métodos y conocimiento. Mal nos iría si los avances sociales y culturales se debieran básicamente a modas y sensaciones engañosas y fácilmente manipulables.
El asunto hasta podría plantearse como un ejercicio de equidad: a cambio de usar lo que aparentemente es un vocablo masculino (aunque en realidad es común) ellos pierden especificidad pero todos ganamos en facilidad y elegancia en el uso del lenguaje y abandonamos absurdas posiciones divisivas e ideologizadas. Tenemos cosas mucho más importantes por atender y defender: una de las características sobresalientes del nuevo siglo es el afianzamiento del rol de las mujeres en la vida privada, pública y social, y no debiéramos desperdiciarlo con nimiedades, que además de imprácticas e incorrectas son ineficaces.
Sería mucho mejor de ahora en adelante pensar en aprovechar la existencia de los artículos y sustantivos comunes para dejar de victimizarse y solicitar la inclusión (como si fuera una dádiva) cuando en realidad a quienes se excluye en “todas” es a ellos, mientras que “todos” somos... todos.
Por si fuera necesario ejemplificar de nuevo esta falta de especificidad —que en realidad discrimina a los hombres y no a las mujeres— presentamos las siguientes figuras y la forma de referirnos a ellas en el idioma español que todos hablamos:
“LAS” “LOS” ¿?
(No existe un artículo para designarlos específicamente a ellos. ¿Quién resultó entonces más afectado?)
AQ