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La ‘golfemia’ madrileña

Café Madrid

La exposición ‘¡Viva la bohemia! Los bajos fondos de la vida literaria’ reúne arte gráfico, videos, libros, periódicos y revistas sobre esa gente que llevaba una vida noctámbula y se oponía a la sociedad burguesa.

Víctor Núñez Jaime
Madrid /

El otro día salí a buscar un búnker con mi “mochila del fin del mundo” al hombro. Las noticias no paran de anunciar el Apocalipsis y no vaya a ser que haya una súper guerra de este lado del charco y me agarre desprevenido. Iba cargando pastillas para potabilizar agua, una placa solar portátil, una radio, latas de atún, pastillas de yodo y de vitamina D (entre otras cosas que ya me han dejado medio jorobado porque el morral… ligero no es), con la esperanza de encontrar un buen sótano con protección antinuclear. No tardé en darme cuenta, sin embargo, de que en esta Nueva Miami la invasión del facherío latino también ha pillado los refugios y ahora ruego al Señor de los Ejércitos (nunca mejor dicho) que se produzca una desescalada en los ánimos los políticos deschavetados.

Una vez que nos enteramos de algún aspecto de la historia secreta de alguien, nos explicamos su conducta pública. (Unsplash)
Una vez que nos enteramos de algún aspecto de la historia secreta de alguien, nos explicamos su conducta pública. (Unsplash)

Precisamente iba rumbo a la parroquia para elevar mis plegarias cuando, al pasar por la puerta del Museo de Historia de Madrid, vi anunciada una exposición de atractivo nombre y capaz de brindarme consuelo (aunque sea momentáneo): ¡Viva la bohemia! Los bajos fondos de la vida literaria. Entré (porque era gratis) y he de decir que pasé uno de los mejores ratos de los últimos años. Bohemios no son los frívolos gafapastas o hipsters de ahora que viven en lujosos departamentos e invaden los principales sitios del populacho. A finales del siglo XIX y principios del XX, los bohemios eran gente que llevaba una vida disipada y noctámbula (en cabarets, cafés cantantes o hasta cementerios) y se oponía a la sociedad burguesa. Eran “artistas”, eran hijos del Romanticismo, eran desaliñados, eran golfos-pícaros-estafadores, eran pobres y solían mendigar un pan, un café o un cigarrillo. “Vivían como podían, a salto de mata. Escribían en periódicos que no pagaban o que lo hacían muy mal; pintaban cuadros que no vendían; publicaban versos que nadie leía; dibujaban caricaturas que no quería nadie”, escribió Ricardo Baroja en su libro Gentes de la generación del 98.

En la exposición hay óleos, dibujos, estampas, carteles, fotografías, videos, libros, periódicos y revistas que aportan una imagen global de lo que muchos llamaban más atinadamente la golfemia madrileña. Pero todo surgió en París, el sueño de cualquier artista y la gran capital de Europa. Luego, en esta Villa y Corte, en torno a 1840, se dejaron ver los primeros bohemios, ligados a los periódicos, al teatro y a las novelas por entregas. Solían reunirse en céntricos cafés como el Suizo, el Príncipe, el Levante o el Parnasillo. Después arribaron los escritores que habían ido a la universidad y presumían de tener “compromiso social”, eran anarquistas y rechazaban los valores burgueses. Pero la “marginalidad artística” también era una moda. Su influencia se notó en el vestido, en los peinados y en los accesorios (chalinas, sombreros, extravagancias varias) que arraigó tanto en los de arriba como en los de abajo.

La muestra tiene además una sección dedicada a los espacios bohemios, locales nocturnos, cercanos a la Puerta del Sol, Atocha, Lavapiés o la Plaza Mayor, rodeados de malandros y prostitutas. La parte final está dedicada a Valle Inclán y a su Luces de bohemia. El recorrido comienza con los Caprichos de Goya, dibujos en los que se aprecia la deformación, bestialización o caricaturización de sus protagonistas, fuente de inspiración del escritor manco. En una vitrina, ediciones originales de Luces de bohemia comparten espacio con las figurillas de la primera representación íntegra de la obra, que se estrenó en España hasta 1970, pese a que había sido publicada en 1920. Debido a la censura franquista.

Así que si París fue el sueño, Madrid era la realidad. La ciudad recibió a jóvenes con aspiraciones literarias que pronto descubrieron la precariedad. “Escribir en Madrid es llorar”, dijo una vez Mariano José de Larra (sin exagerar). Quien no dormía en la calle compartía buhardilla con algún poeta, algún músico o algún pintor. Esa convivencia, no obstante, favoreció el intercambio de disciplinas y, según la prensa de la época, la organización de “maratones orgiásticos” al caer la noche, en sitios como el Parque de la Bombilla o los jardines del Campo del Moro. Lo malo es que este grupo de letraheridos noctámbulos, gente que se alimentaba de humo y café, golfos y canallas, no tuvo grandes resultados literarios ni secuelas de interés que hayan llegado a nuestra época. Eso sí, lo bailado quién se los quita.

AQ

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