La plenitud de lo que perdura

Reseña

Cada línea y cada poema de '¿Hubo esta vida o la inventé?', de Félix Suárez, están imantados de historia, de tradición, de tiempo y de lugares comunes a todos nosotros.

Portada de '¿Hubo esta vida o la inventé?', de Félix Suárez
Daniel Téllez
Ciudad de México /

Lo que natura non da, Salamanca non presta, dicta aquel refrán surgido en la época en que la Universidad de Salamanca era la más prestigiosa, gracias en gran medida, a la influencia árabe. Pero lo que sí presta Salamanca hay que tomarlo prestado. Ese es el trabajo que todo artista tiene que poner de su parte. Es el trabajo que todo poeta debe fraguar para que el proceso que comienza con el don siga con el llamado, continúe con la puesta en práctica del don y termine con la participación de la comunidad. Se cumpla. Un poeta verdadero atiende al llamado del don, su llamado, porque es su destino y porque tal vez no le queda más remedio que dejarse guiar por él. Félix Suárez (Ixtlahuaca, Estado de México, 1961) es un poeta llamado por el don, por la voz que ha tocado el corazón del poeta y ante la fuerza del llamado y la patente realidad del don del lenguaje, su escritura, a lo largo de 40 años, desde aquel entrañable libro —para mí— La mordedura del caimán de 1984 hasta ¿Hubo esta vida o la inventé? de 2024, es un continuo trabajo de transparencia con el lenguaje, de precisiones, contenciones, ascensiones y conocimiento, todo ello respaldado por un “continuo dilapidar todos los bienes perecederos”, como describe Rainer Maria Rilke el trabajo del poeta. Solo de esa manera el poeta puede compartir con la comunidad sus dones y reproducir con ese don que ha cobrado cuerpo —su obra poética— ese estado de privilegio, comunión y de gracia que lo provocó.

En ¿Hubo esta vida o la inventé? de Félix Suárez, esa gracia de la que hablaba Samuel T. Coleridge, opera y transmuta en nosotros. La memoriosa transparencia vertida en cada poema hace posible la comunión. Su tiempo es nuestro tiempo, durante el cual también nosotros sentimos la plenitud de lo que perdura, la transparencia de lo amargo, la rajadura de lo efímero, la memoria como un entresijo para durar y perdurar. La secreta coherencia y desgarradura de nuestro ser circula al margen indomable de cada uno de los treinta y cinco poemas, y su lenguaje depurado y confesional son una invitación para sentir del mismo modo la reverberación de la voz del poeta resonando también en nosotros. Cito un poema del libro:

Lo más amado

No hay lealtad
en las cosas del mundo.

Observa cómo,
a su modo,
te abandonan:
enmohecen, se agrietan,
se rompen.

Se hacen viejas.
Así también lo más amado.

Cada lenguaje es una tradición y cada palabra es un símbolo compartido. Félix Suárez lo sabe bien; se halla siempre en el filo de la navaja del lenguaje. Cada línea y cada poema de ¿Hubo esta vida o la inventé? están imantados de historia, de tradición, de tiempo y de lugares comunes a todos nosotros. Su manera de enfrentarse al pasado y sobrellevar el peso y la responsabilidad de la tradición, acarrea en sus versos impreso el sello también de nuestra lucha. Una alacena de minucias que resquebrajan las certezas —las fotografías al calce con las hijas, la presencia perenne de los padres, las arenas movedizas de la mujer amada, el vigor perdido en los brazos que lo sostienen todo— y mutan en ásperos y nostálgicos escenarios de lo fugitivo, del paraíso perdido pero reencontrado en cada línea.

En la luz de otoño que cruza por los avistamientos poéticos de Félix Suárez, sin embargo, hay una cara luminosa, un aliento vital, un pan de tribulaciones que, aunque mirado desde el otro lado del andén, es “ese arado que le da vueltas al tiempo para que las capas más profundas —la tierra negra del tiempo— puedan emerger hasta la superficie”, anota el poeta Osip Mandelstam. La sala de espera de la vida contada en las páginas de su libro está habitada por las palabras, trazas arqueológicas enraizadas en el pasado —el pasado del poeta— pero también motivo de restauración, aprecio, escarnio, consuelo, extravío, desarraigo, fulgor, fatalidad y destino. Las palabras son el pasado, parece decirnos Félix Suárez, pero también los orígenes, porque parafraseando al poeta Octavio Paz, “la poesía cambia con el tiempo, pero solo, como el tiempo mismo, para volver al punto de partida”. Cito ahora otro poema que contiene un epígrafe de Ezra Pound que dice: Que los dioses perdonen lo que he hecho / Deja que aquellos que amo intenten perdonar lo que he hecho:

Canto sin número

Habría llegado acaso ya el momento
de agradecer
y rogar perdón, de invocar perdón
al cielo, a los que amas.

Y con humilde gesto,
con piadosas manos retirar,
como puñados de hojas muertas,
los restos de amargura y lágrimas
que arrojaste un día, sin querer,
al fondo de sus corazones.

Hay un decir íntimo, circular, en los poemas de ¿Hubo esta vida o la inventé? Un devaneo por el tiempo y un inventario agazapado pero explícito en torno a lo vivido. Sin embargo, ¿dónde anida lo vivido? ¿En qué frisos de la memoria adquiere sentido lo vivido? Desde una concepción del tiempo circular, y en todo caso por lo que respecta al pasado, Félix Suárez comparte con nosotros un flujo de presagios poderosos y una frágil realidad recargada en la única certeza habitable e incierta entre lo perdido y lo hallado. Los orígenes están, creo, en la emoción que el poeta recuerda desde la tranquilidad y el sosiego, desde la reconstrucción y el desprendimiento, desde la erotización de la atmósfera hasta el arrebato, desde lo maravilloso hasta lo cotidiano. Cito un fragmento del extraordinario poema con que abre la primera parte del libro y que da nombre a ella:

De los pausados ritmos

Cuando mi madre me pregunta,
desde el profundo pozo de sus años:
“¿y tú, estás bien? Te veo flaco”.
“Bien”, digo. “Ahí vamos”. Nada más.
No le cuento mis dolencias porque soy su hijo
y sus dolores no podría medirlos con los míos.

Lo digo así, en plural, ahí vamos,
tan impersonalmente como puedo
o como si eso fuera asunto ya de muchos.
Pero lo que estoy diciendo en realidad,
lo que digo es tan mío, tan de mí,
que no podría explicarle: sigo aquí, mamá,
con mis riñones, mis insomnios, mi gastritis.

Con el corazón vencido por ellas.

¿Poemas escritos desde el pasado o poemas escritos una vez que todo ha pasado? ¿Poemas para exorcizar el pasado? ¿O poemas escritos a pesar del pasado? Escribe el poeta en los últimos versos de “La débil caligrafía”: Con esos pocos restos reconstruyo apenas / unos pocos metros de un río, / algunas cuantas piedras de una iglesia en ruinas. / Y nada en realidad. / Todo en las voraces fauces de la pérdida. El poeta Félix Suárez intenta como buen poeta del don y del presagio, recuperar lo irrecuperable, el tiempo perdido y el tiempo vivido, movido por esa tranquilidad —de la que hablé líneas antes— pero conmovido y cimbrado por un rastro preciso, un clamoroso recuerdo, un guiño de gratitud, los estímulos aleatorios de la pareidolia, los misterios insondables de los reductos médicos, la contenida respiración, el tránsito de la enfermedad, la armonía germinal que intenta remontar el insondable río del tiempo presente del poeta en el poema al padre: Ahora sin remedio soy un poco él.

Finalmente, en ¿Hubo esta vida o la inventé? los momentos privilegiados del recuerdo han sido tocados en el tiempo por el soplo del espíritu que viene mucho antes del tiempo y sobrevive a éste. Como bien lo miró Marcel Proust en su entrañable libro, Félix Suárez recobra el tiempo perdido a través de la poesía y se toma el tiempo suficiente para no sucumbir, para hacer de la contención, cuidado y reserva, sus mayores armas. Y hallamos en sus pausas y sus ritmos en la escritura cabida para todos nosotros, los otros que somos y hemos sido en el decir del poeta, un decir refinado, seguro e incluso solemne con el daimon o el ángel del lenguaje. Mientras hay calma hay espacio, hay tiempo. El poeta ha cumplido con su llamado, ha sido fiel a su don.

AQ

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