La víspera. El tiempo inmediato anterior al acontecimiento. Ese tópico proustiano de Pedro Salinas en La víspera del gozo, que nos hace percibir con mayor intensidad y goce la espera que la llegada de la mujer deseada. Pero las vísperas literarias son distintas. El acontecimiento que esperamos ahora también es de una mujer, pero bajo un signo mucho más oscuro que el del goce. Si acaso, lo contrario: apotropaico. Evitar el mal. El mejor de los casos, cual sea, no es promesa de felicidad sino apenas la recuperación de una democracia normal, aburrida como todas las democracias, latosa, sin sobresaltos ni pasiones: una administración pública y no un gobierno moral. Es una esperanza. Viable y posible, pero de ninguna manera confirmada.
Cuando la incertidumbre aumenta, el cabo de salvamento racional suele, o debiera, buscarse en las matemáticas y en la lógica. Pero se nos rompieron.
Hubo un tiempo en que las encuestas resultaban confiables. Durante los años noventa, cuando irrumpe Internet, la verosimilitud se echó a volar. Brexit, Hillary vs Trump, Macron, Milei, Erdoğan y, casi de a tiro por viaje, las encuestas han hallado una suerte de némesis que no viene de las matemáticas sino de la respuesta de la gente y del método con que se pregunta. Miente la gente, engañan los encuestadores. El hecho es que la verdad se ha divorciado de la realidad. Para distinguir: la verdad es un acuerdo de símbolos; la realidad, una disposición de hechos. La verdad requiere un agente racional y volitivo.
Y uno se recorre hacia el barandal, para asirse de algo. Por ejemplo, a dos libritos estupendos de John Allen Paulos: Un matemático lee el periódico, y El hombre anumérico, donde dice que “es cierto que la matemática pura trata con certidumbres, pero la calidad de sus aplicaciones no es mejor que la de las suposiciones empíricas, las simplificaciones y las estimaciones que implícitamente llevan aparejadas”.
Pero quería que me resolviera ese punto: ¿recurro a la supuesta abstracción de los números, o me es lícito valerme de mi percepción limitada? ¿Debo hacer caso a mi capacidad de archivo o a mi silo de percepción? Recibo datos de modo distinto: las encuestas disponen necesariamente un pensamiento abstracto; se levantan caso por caso, juntan cantidades y se traducen en proporciones, y ya no son reversibles. Presentan sus datos como si fueran finales, pero ofrecen un objeto cuantificado, abstracto, racional del que es no sólo fácil sino necesario valerse para un análisis, pero levantado desde las falibles percepciones y opiniones de quién sabe quién, en una sociedad que ha perdido el gozne entre verdad y realidad.
Lo del “silo de percepción” lo tomo de Michiko Kakutani, La muerte de la verdad, un libro de ensayos bastante buenos, pero insuficientes si uno busca una guía para restablecer la relación entre racionalidad y verdad. Un silo puede crecer en sentido vertical y almacenar más y más volumen de granos, digamos, pero nunca abarca una mayor área de terreno. Ella pone un ejemplo: Arthur Miller se preguntaba: “¿Cómo pueden estar las encuestas tan igualadas? ¡Si no conozco a un solo partidario de Bush!”. Y dice que, desde el asentamiento de las redes sociales, nuestra percepción del mundo puede crecer, sí, pero como las paredes de un silo: en vertical, sin ocupar mayor terreno. Estupenda imagen, espantosa realidad: “el concepto de consenso se está convirtiendo en algo del pasado”.
De modo que si quiero pensar de modo analítico, desde mi percepción, ya vengo con las patas rotas. Pero el lado que se presenta como abstracción y matemáticas viene de tres genéticas sospechosas: encuestas de cuño viejo, telefónicas y redes dan resultados que se disparan, entre ellas, mucho más de los rangos sensatos. Y parece disputa del siglo XVII, de racionalistas contra empiristas, pero con esteroides. Ni los ejercicios numéricos ni la experiencia. Ambas son, al fin, silos; lo sé porque me lo hacen ver los críticos de redes y algoritmos y porque habito a rastras la era de la post-verdad y la inacabable andanada de mentiras que propalan las clases políticas, pero también porque hemos logrado que hasta los números mientan.
No sé si son las vísperas del horror, o solamente las vísperas de un democrático aburrimiento. No pude hallar un barandal de racionalidad al cual asirme y, como ni los matemáticos ni los empiristas me sacan de dudas, recurro a Eugene Ionesco: “sólo se pueden predecir las cosas que ya ocurrieron”.
AQ