Lisístrata no se mueve

Bichos y parientes

Presentada en 414 a. C., la comedia de Aristófanes está escrita de tal modo que los parlamentos de cada personaje son caricaturas del habla de sus contemporáneos.

La trama de 'Lisístrata' está llena de agresividad verbal. (Foto: Ceferino López)
Julio Hubard
Ciudad de México /

El plan: todas las mujeres de Grecia unidas para acabar con la violencia y la guerra entre Esparta y Atenas. Confiscan todos los dineros y los bienes que pudieran intercambiarse y los meten al templo de Atenea, en la Acrópolis. Sin dinero ni comercio, la guerra se vuelve imposible; pero esa no es la parte más eficaz del plan: la genialidad de Lisístrata consiste en convencer a las mujeres de que, hasta que no firmen la paz, ningún hombre ha de hallar a alguna dispuesta a tener relaciones sexuales… Y por supuesto, la guerra se acaba.

El nombre de Lisístrata está compuesto de dos palabras: “lúô”, desatar, y “stratós”, ejército: “la que deshace el ejército”, y Aristófanes presentó su comedia en 414 a. C., cuando la guerra del Peloponeso llevaba ya casi 20 años.

Por más que la obra es genial y necesaria, tiene un problema básico: no se deja traducir. Es que “los saberes” en las comedias dependen casi siempre de otros recursos: o son falsos, o la revelación se da en sentidos divergentes, atados al uso de las palabras específicas. Dobles o múltiples sentidos, picardías, fintas y equívocos, dependen de la palabra en sí. Intraducibles. Los chistes, las bromas, las burlas, la imitación de acentos y formas del habla, casi nunca logran pasar la doble frontera del espacio y del tiempo. Aristófanes supo escribir de tal modo los parlamentos de cada personaje, que logra auténticas caricaturas del habla de sus contemporáneos, imposibles de reproducir en formas contemporáneas. Las comedias, y en particular las antiguas, apelan solamente a lectores de buena voluntad que logren, al mismo tiempo, entender una trama y reconstruir imaginariamente los gatillos de la risa. Porque la risa desarma, irrumpe, rompe, trabuca y purga; es una irrupción desde el cuerpo, anterior a la capacidad de juicio, y la comedia pacifica.

La trama de Lisístrata es pacifista pero está llena de agresividad verbal; el desarrollo y los versos son feroces, pero desde la sonrisa pícara hasta la brutal carcajada de la vulgaridad, sabemos que Aristófanes influyó en favor de la paz.

Pese a que las dificultades son incontables e insuperables, la obra es magnífica y se ha vuelto nuestra contemporánea de un modo peculiar: Aristófanes se mofa y desarma un orden antiguo del mundo: los hombres gobiernan, pero las mujeres, que gobiernan a los hombres, subvierten la estructura de la guerra y, sustrayéndose de la ciudad, del erotismo y del comercio, transforman a los orgullosos y prepotentes guerreros en seres lastimeros, pero sensatos. Hacia el final, Lisístrata llama a Dialagé (“cambio de enemistad a amistad”, “Concordia”) y la instruye a que traiga a los hombres, “si no de la mano, del palo”, a firmar la paz. Los pobres sujetos, a la vez itifálicos e impotentes, no pueden sino acatar las instrucciones de las mujeres.

A lo largo de la historia, el público consideraba que la situación en que Aristófanes coloca a los hombres era un exceso y una mera comicidad. Hoy suponemos que aquel tópico de la comedia es mucho más descriptivo que satírico. No importa si es bueno, malo, real o ficticio. Importa mucho, en cambio, que un problema del que no sabemos dar cuenta provoque risa, perplejidad, extrañeza, y no solo rabia, venganzas, odios.

La violencia y su organización, la guerra, ha sido el eje más persistente de la historia humana. Pero, ojalá, Émile Benveniste haya tenido razón: somos la primera generación sobre el mundo que considera la paz como el tiempo estable y no como un periodo “entre guerras”, donde la sociedad dedica su organización a la preparación de la violencia. Para forzar la paz, la estratagema de Lisístrata se da aparejada de la exhibición de falos, no como orgullo y prepotencia sino como punto débil, risible, ridículo. Los hombres prefieren renunciar a su objetivo vital —la guerra y el prestigio viril— que a su deseo.

En una sociedad que acepta la guerra y la violencia como motores principales, hace perfecto sentido que las Sabinas defiendan a sus secuestradores y violadores. En el mundo de los guerreros, las mujeres son objetos. En una sociedad política, que concibe la paz como tiempo estable y la violencia como fracaso y quebradura, Lisístrata es la opción de la inteligencia: no se trata de incrementar poder de ninguna de las partes sino de domesticarlo, volverlo impotente, ponerlo fuera de las relaciones entre personas. En el poder y la violencia no existe el equilibrio: hay dominación, victoria y derrota. Pero la paz es la ausencia de poder.

​​ÁSS

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