Para ayudarnos a transitar el sendero de la imaginación extrema Diofanto de Alejandría nos regaló, hace unos 2400 años, claves que plasmó en su Arithmetica, las cuales están dedicadas a quienes saben leer y escribir entre líneas. Un ejemplo es el propio epitafio del matemático, desaparecido hoy en día, si bien sabemos de su existencia gracias a que fue incluido en la Antología Palatina de Metrodoro de Bizancio junto con otros 44 epigramas matemáticos:
“Viajero, esta es la tumba de Diofanto. Es él, y no otro, quien con esta peculiar manera te invita a descubrir el número de años que anduvo por estos lares sembrando dudas y certezas. Su niñez se llevó la sexta parte de su existencia; después, en un momento de la doceava parte de su vida, sus mejillas se cubrieron con bozo. Pasó una séptima parte más antes de contraer nupcias. Al cabo de cinco años su esposa le dio un niño que, una vez alcanzada la mitad de la edad de su progenitor, falleció de forma desafortunada. Su padre lloró durante cuatro años. De esta manera podrás deducir su edad”.
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Aprender a leer entre líneas nos permite enterarnos de que Diofanto se casó a los 26 años de edad, que su vástago falleció a los 42 años y que él vivió para contarlo hasta los 84, aunque los estudiosos no se ponen de acuerdo si esto aconteció en el siglo III o IV de nuestra era.
Las ecuaciones diofantinas son operaciones algebraicas con dos o más incógnitas y coeficientes enteros, en las que se buscan soluciones enteras. El cero no existía y los números negativos eran una aberración. Así, desde hace siglos la narrativa teatral y literaria han sido el ámbito perfecto para exponer los más endemoniados acertijos, donde no caben las soluciones parciales ni las medias tintas.
Hay algo de diofantino en la obra de Shakespeare si nos atenemos al juego de enigmas que evoca. Miguel de Unamuno entendió que el destino en El Quijote puede revelarse mediante la teoría de juegos. Joseph Conrad decidió estudiar la estrategia adoptada por Cervantes para contar sus historias y construir sus personajes debido a la posibilidad de que estuviesen “dirigidos” por cálculos numéricos. Para Unamuno los relatos del polaco están llenos de temor, duda y miedo que se suman en una simple y fatídica operación matemática, cuyo resultado detona acciones de valentía inútil, cobardía y heroísmo mezclados con sangre y honor.
A fin de comprender mejor estas ideas recurramos a un ejemplo cercano, casi cotidiano, propio del campo de las transacciones que involucran el encargo, producción y remuneración de bienes y servicios. Lo deseable es que el resultado sea bueno (calidad satisfactoria, literatura eficaz), bonito y rápido (oportuno, en el tiempo más corto posible; poesía sintética) y barato (menor costo real, literatura trascendente). En la práctica, de esas tres variables solo pueden controlarse dos, lo que en la solución de ecuaciones se llama “dos grados de libertad”. La tercera queda acotada al asignarles valores a las otras dos: si algo es bueno y rápido, difícilmente puede ser barato; si es bueno y barato, no esperemos que sea bonito y rápido, y si es rápido y barato, ¿quién garantiza que el resultado sea bueno?
El escritor conversa con su trama, procurando que la manera de preguntar distorsione lo menos posible la naturaleza de sus personajes. Siguiendo el sendero de Diofanto, un creador avezado buscará encontrar en el desarrollo de su obra la mínima expresión de la máxima representación.
Alejandría ha sido un puerto pujante desde su fundación, acaecida entre los años 332 y 331 antes de nuestra era. Mirando las aguas que contemplaron Diofanto y su familia, podemos comprender el hecho de que hayan pasado ya varios millones de años desde que los homínidos aprendimos a ensayar formas de protolenguaje hablado y numérico, lenguas e idiolectos plasmados en tablillas de cerámica, pergaminos, que más tarde pasaron por las ecuaciones de Diofanto y los relatos de Shakespeare, Cervantes, Conrad, Unamuno. Las conexiones que reflejan los periplos mentales en cada una de sus historias también nos enseñan ángulos imprevistos, memorables, de los tres estados extremos de la conciencia humana, esto es, de lo que significa nacer, soñar y morir bajo el imperio de los números.
Dichos pensadores nos hacen comprender, desde su tiempo y circunstancia, el valor de la palabra y su equivalente numérico, tesoro igualmente precioso. En Romeo y Julieta, por ejemplo, el autor afirma que si a una rosa le cambiamos el nombre, su aroma nos resultará dulce. Eso implica que nuestra percepción de los objetos de la realidad (nuestra conciencia de ellos) cambia por la manera como los observamos y, en gran medida, como los nombramos y cuantificamos.
Algunos experimentos con la vista han demostrado que omitir los nombres que le damos a los objetos en nuestro rango del espectro electromagnético, del azul violeta al rojo profundo, nos impide notar diferencias, descubrir matices numéricos intrínsecos del objeto real. Estamos dispuestos a sentir que una rosa puede despedir un aroma; incluso, al masticarla, podemos percibir un sabor dulce no solo cuando estamos enamorados, sino desde el momento en que las palabras y los cálculos numéricos nos atraparon.
Cervantes, por su parte, inventó un mundo “de carne y hueso” inspirado en el delirio narrativo de las novelas de caballería, permeado por los colores y aromas de la campiña manchega que su pluma pudo captar. El ejercicio cotidiano de calcular, observar y recordar, no importa si eres escritor o matemático, son tres facultades que juegan para sí; tres alegres compadres que a lo largo de nuestra vida se ponen de acuerdo y nos permiten continuar el viaje mental en el plano consciente, hasta que un buen día, en busca de reposo, recurrimos al poeta que parece tener el trébol imposible, poblado de hojas buenas, bonitas y baratas. Parado ante la tumba de Miguel de Unamuno en la ciudad española de Salamanca, leo el epitafio inscrito sobre la piedra:
“Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,
misterioso hogar.
Dormiré allí, pues vengo desecho
Del duro bregar”.
AQ