El 7 de febrero, Salman Rushdie posteó una instantánea en su cuenta de Twitter, acompañada de una explicación de menos de cien caracteres: “esta foto parece haber desaparecido de mis tweets. Aquí está otra vez, sólo para el registro”.
La imagen es un retrato, no una selfie, de Rushdie frente al obturador. Su expresión no es animada pero tampoco de disgusto. No sonríe. Esboza ese gesto ambiguo con que solía mostrarse en las tapas de sus libros. Luce más delgado pero el detalle diferente es el vidrio derecho de sus gafas, un lente negro que encubre el ojo que el tal Hadi Matar se ocupó de destruir la mañana del 12 de agosto de 2022, en el auditorio de la Chautauqua Institution de Nueva Jersey.
Sobre eso, las secuelas, Rushdie le comentó al periodista David Remnick en una entrevista publicada en The New Yorker (“El desafío de Salman Rushdie”, a propósito de la nueva novela, Victory City, que escribió antes del atentado), que, aparte de la ceguera parcial, perdió la sensibilidad en tres dedos y la mitad de la palma de una mano, lo que le dificulta fluir en un teclado. Sin embargo, los daños permanentes, como las heridas que se curan poco a poco, no son su auténtica desgracia. Sus tribulaciones son de otra índole: la parálisis creadora, un embotamiento que Rushdie se niega a catalogar como “bloqueo del escritor”, ya que sí ha podido concebir bosquejos de algo, aunque, como el borracho que al otro día se encuentra con cosas ajenas, ese material siempre termina en la basura.
La segunda adversidad son las pesadillas. Si en todo ese tiempo en el que vivió a salto de mata después de la fatwa que ordenó el ayatolá Jomeini un San Valentín (14 de febrero de 1989), Rushdie aprendió a cohabitar ocasionalmente con monstruos oníricos, ahora esas quimeras se instalaron casi de tiempo completo. “Me gustaría tener una segunda habilidad, pero no la tengo. Siempre envidié a escritores como Günter Grass, que tenía una segunda carrera como artista visual. Pensaba en lo magnífico que debe ser pasar el día lidiando con las palabras, y luego levantarse y caminar por la calle hasta el taller y convertirte en algo distinto por completo. Yo no tengo algo así. Lo único que puedo hacer es esto. Mientras haya una historia a la que valga la pena dedicarle el tiempo, lo haré. Cuando tengo un libro en la cabeza, es como si el mundo se mantuviera en la forma correcta”, le dijo a David Remnick.
Ese lamento por la parálisis creativa, en efecto, no es un bloqueo común sino una especie de intoxicación, como si el oscuro Maestro del Culto de Harún y el mar de historias se hubiera liberado para verter veneno en el océano de sus relatos: quizá, cuando Rushdie escribió esa novela para su hijo Zafar, nunca pensó que alguna vez iba a estar en las mismas circunstancias que el cuentista Rashid Khalifa, a quien Harún salvó del silencio, del estío de la imaginación.
Para purificar las aguas que Hadi Matar emponzoñó con la furia salvaje de su ignorancia (no ha leído una sola línea de Los versos satánicos, y ningún otro de los libros de Rushdie), el fabulador convaleciente quizá debía releer aquello que, también en torno de Grass, cuenta su alter ego Joseph Anton: “Recordaba algo que en una ocasión le había dicho Günter Grass acerca de la derrota: que te enseñaba cosas más profundas que la victoria. Los vencedores llegaban a la conclusión de que ellos mismos y su visión del mundo estaban justificados y validados, y no aprendían nada. Los perdedores, en cambio, tenían que reevaluar todo aquello que creían que era verdad y por lo que merecía la pena luchar, y en consecuencia tenían una oportunidad de aprender, por el camino difícil, las lecciones más profundas que la vida impartía”.
En este mundo, escribir es una de las pocas cosas por las que vale la pena luchar.
AQ