Rescatar la moral

Bichos y parientes

Ya existió antes una codificación legal de la moral y dejó una pila de cadáveres

Julio Hubard (Joseph Nicolas Robert Fleury)
Julio Hubard
Ciudad de México /

La conocemos como Inquisición española. Sabemos que fue la institucionalización del odio, pero siempre nos había faltado una explicación: ¿cómo es que pudo surgir un organismo que se dedicaba a revisar como asuntos jurídicos las creencias, la fe, los principios morales declarados y su relación con los actos? Abunda la documentación de los procesos, pero las causas de su origen quedaron en la bruma de las sospechas, hasta que apareció, hace pocos años, una obra de enorme calado: Los orígenes de la Inquisición (Crítica, Barcelona, 1999) de Benzion Netanyahu. 

Resulta que la Inquisición española comenzó como un intento de defender a los judíos y a los conversos de la ira popular. Suena marciano, pero después de 1200 páginas de nutrida investigación, no queda duda de que, tal cual, la institución de la matanza inició como protección de la moral y los valores universales. 

Netanyahu demuestra que no tiene sentido dudar de la sinceridad de los conversos: eran cristianos. Pero en España, en 1449, se da una insurgencia popular en su contra y se les acusa de herejes. Los marranos, que así se les conoció, sufrieron el desprecio de los judíos de Granada, Argelia y Marruecos, que se negaron a acogerlos porque los consideraban cristianos, y el acoso de las sociedades cristianas, que los tacharon de herejes judaizantes. La sociedad queda dividida, cunde la sospecha, crecen los rencores y el odio popular se cree fervor religioso y purificador. Es necesario crear instituciones que intervengan y pongan paz, claridad y orden. Pronto, la fuerza del odio fue mucho más poderosa que el orden jurídico o religioso y llegó a amenazar la estabilidad de la Corona; los reyes católicos, estuvieran o no de acuerdo, abandonaron la protección de judíos y conversos, que no eran pocos entre sus cortesanos, validos y favoritos. Y en 1478, la Inquisición española, a diferencia de los tribunales inquisitoriales del resto de Europa, obtuvo su “constitución moral”; es decir: la bula papal que le permitía legislar, indagar y sancionar la conciencia, el albedrío, la moral de los individuos.

El cardenal Juan de Torquemada (1388–1468) había defendido con energía a los conversos y judíos, siguiendo las ideas de la naturaleza humana de San Agustín (el gran experto en pecados y perdón), y el igualitarismo radical e intransigente de Pablo de Tarso: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Pero la sensatez fue quedando al margen hasta que los puristas de la sangre y la parentela le arrebataron los bártulos: los errores morales —“que todos tenemos”, dice San Agustín— se vuelven delitos. Cuando aparece un sobrino suyo y confesor de la reina Isabel, Tomás de Torquemada (1420–1498) —que se decía incorruptible, sin ver que su corrupción no estaba en los actos comunes sino en su idea de la conciencia humana—, la interpretación de las conciencias morales ya depende del juicio del inquisidor. 

Juan de Torquemada era un hombre sabio; Tomás, un enfebrecido que creía amasar virtud hallando la culpa ajena. La moral, la conciencia, el albedrío, la subjetividad, asuntos personales e íntimos, se convierten en terreno jurídico; la institución, en fábrica de culpables y, entre más culpables aparecieran, más virtuosos se hallaban los cristianos viejos en el espejo de su odio.

Ningún individuo es capaz de explicar sus actos sin abrir puertas a nuevas dudas. Con muchísima frecuencia, ni el sujeto mismo de la acción puede explicar o siquiera advertir la relación entre sus actos y las motivaciones de esos mismos actos. Por eso han abundado las escuelas y tradiciones de autoconocimiento espiritualistas, religiosas, psicológicas, analíticas, filosóficas… desde el “Conócete a ti mismo” en el oráculo de Delfos hasta el psicoanálisis.

En sus orígenes, la Inquisición española quiso rescatar seres humanos y restaurar la raíz de la igualdad: no eran herejes sino sujetos del error, como todos. En muy poco tiempo, la buena voluntad se torna chamusquina y masacre. No hay derecho sin norma y no hay norma sin castigo. El derecho impone dos cosas: obediencia o pena. No premios. No bondades. No virtud. La ley mata y el espíritu da vida, gritó Pablo de Tarso, pero no lo entendieron los cristianos viejos ni sus inquisidores: la moral es inasible y no se puede codificar sin envilecerse.

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