Camino por las ancestrales calzadas de Teotihuacán. Un sitio que ni siquiera se llama así: fue nombrado por los aztecas cuando lo descubrieron como una ruina, un vestigio abandonado hacía mil años. Esta zona arqueológica poco a poco se fue reconstruyendo; se van juntando rocas, cacharros, obsidianas, jades, rocas, huesos tallados, objetos dispersos. Se establecen conjeturas para crear una historia probable, un significado general de esta importante civilización. Pienso entonces que una parte de esta reconstrucción pertenece a nuestra propia visión de las cosas, una proyección de la manera en que nos vemos y poco o nada tiene que ver con la apreciación arqueológica, con lo que fue. Así, algunas cosas tendrán sentido por sí mismas, otras no. No serán más que lúdicos ensayos contemporáneos por ver qué tiene más sentido.
Camino entre viejos templos transformados en oráculos sin tiempo que recuerdan la caída de estos imperios y que nos recuerdan que nuestra propia civilización caerá un día. Aquí hay pirámides que antes pasaron por cerros. Pirámide de la Luna, pirámide del Sol. Nombres comunes, algo ingenuos, que no significan mucho. Denominaciones netamente turísticas. Megalitos majestuosos que absorben en secreto la luz y sus sombras, los temblores de la tierra, los vientos y sonidos intermitentes de insectos y aves. De esa manera, si cierras los ojos y respiras hondo, todo a tu alrededor se transforma en silencio y oscuridad. Aquí la mente deja de funcionar momentáneamente y por breves instantes no ocurre nada, ese es el objeto de estar aquí. Estás frente a un oráculo de la nada, un reinvención moderna, una ruina de ayer recreada a imagen y semejanza de hoy. Estoy en una especie de pausa inquietante, un lugar que no tiene ni entrada ni salida. El sol perezoso va quemando su camino por el cielo, cegándome. Pero miren este lugar: los edificios y calzadas, perfectamente integrados al entorno, al paisaje, como si hubiesen sido construidos para ser abandonados y ser encontrados mucho tiempo después, y servir de modelo para la imaginación.
¿Qué nos garantiza que la nuestra no será en un futuro lejano no más que un montón de ruinas? Eso: un montón de piedras con fierros retorcidos. Solo eso y nada más.
Ciudad de México. Desde el segundo piso del Periférico contemplo un amontonamiento confuso de casas, edificios, multifamiliares, anuncios espectaculares y estructuras que ya no tienen sentido. La ciudad, si la podemos seguir llamando así, se ha ido apretujando, comprimiendo. Casas sobre casas. Avenidas saturadas de carros, motos, repartidores, fayuca, bocinas y sirenas, todo el día, toda la noche. Lo más apabullante es darnos cuenta que toda esta amalgama histérica no es sino la arquitectura de la esquizofrenia. Manejo por un barrio y contemplo una cuadra completa que exhibe una colección de fachadas disímiles y estilos aberrantes, inconexos y erráticos. Es una expresión ciega, descontrolada y sin sentido. Son espacios encapsulados en sí mismos y para sí mismos, auténticos ejercicios urbanísticos de autismo y alienación. La ciudad lucha por mantener la cohesión, pero ha entrado en un proceso vertiginoso de distorsión y autodestrucción estética insoslayable. Pronto será solo una colección de montículos de cemento, vidrio, acero, plástico, cerámicas y ladrillos imposibles de descifrar, una expresión de antiarqueología, un despropósito horrible y funesto, una lamentable y evidente muestra del fracaso de nuestra civilización.
Todos estos signos no son más que una expresión clara de la desestructuración progresiva y consciente de las leyes, la cultura, la ciencia, el pensamiento reflexivo y la urbanización inteligente. Estamos en una ciudad que ya no lo es. Este proceso provoca evidentes y preocupantes fisuras en nuestro sistema y evidencian su, quizá irreversible, erosión hacia una arqueología futura hecha de basura y sinrazón, un acumulo lastimoso y patético de la expresión humana contemporánea.