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Monterrey /

Pesadilla. El nombre me suena a una pequeña pesadez, una molestia, un barullo inquieto sin importancia. Algunos sueños tal vez tengan estas propiedades, mas no aquellos a los que refiere el nombre. El término está completamente equivocado en tanto que se utiliza para determinar precisamente pesadez, asfixia, inquietud, ansiedad, terror, paranoia, horror. No veo cómo un proceso onírico con estas propiedades pueda o deba llamársele con un diminutivo. Prefiero la palabra en inglés, nightmare, que quiere decir “demonio de la noche”. Justamente eso, un tormento nocturno. Un ser demoniaco que nos acecha y acosa en sueños. Un íncubo que debe su origen a las antiguas creencias quizá venidas de Oriente, en la forma de la ancestral Lilith. “Terrores nocturnos” es un término mucho más adecuado.

Violencia. La violencia siempre llama a la violencia. Es un proceso casi siempre irreversible que libera energía. ¿Debemos siempre ceder a este recurso? Depende de la circunstancia. Porque hay dos tipos de violencia: la reactiva y la reflexiva. La segunda es la que se utiliza como medio para lograr algo. La primera solo ocurre, es visceral, furibunda y ciega. A veces la violencia es un recurso legítimo y necesario, otras, una mala decisión, una que, incluso, puede costarnos la vida.

Conrad. El cuento de Joseph Conrad, “The beast”, explora la idea de que un objeto o artefacto que, poseído por alguna fuerza siniestra o desconocida, adquiere un impulso parecido a la volición y que lo hace actuar de manera perniciosa. Tal recurso lo utilizó Stephen King en su novela Christine, donde un auto adquiere tales potencias oscuras, así como en Maximum Overdrive, donde un cometa que pasa por la tierra ejerce una influencia sobre vehículos que los trastorna. También hay que mencionar la película El auto, de 1977, que navega bajo el mismo argumento. Siento que le tenemos miedo a la naturaleza y que, en el fondo, alojamos esta creencia de que existen fuerzas oscuras que conspiran contra nosotros. Yo más bien creo que nos entrometemos en cosas que no debemos o que a veces estamos en el lugar y tiempos equivocados. Lo cierto es que estamos rodeados de fuerzas que nos abruman, nos mangonean y no podemos hacer nada al respecto. Estamos, en buena parte, a merced del ambiente en que vivimos.

Insectos. He estado leyendo un libro sobre artrópodos. A medida que avanzo en la lectura, mis sospechas se van haciendo cada vez más reales: he llegado a la conclusión, casi profética, de que los cucarachos nos van a sustituir en el planeta. Y no solo eso: lo más seguro es que sean ellos quienes nos lleven a la extinción. Olvídese del Apocalipsis nuclear, los virus, plagas o el fatídico meteorito, serán los miserables y asquerosos cucarachos los agentes de nuestra desaparición.

No retornable. Desenrosco la tapa y un chorro de gas a presión sale con un fino rocío de agua. Hace calor. El vaso con hielo se va llenando y las burbujas estallan emitiendo un fino siseo mientras el gas se escabulle entre los hielos. La etiqueta trae un mundo de información; el logo, el tipo de bebida, en dónde se elaboró, código de barras, la cantidad de líquido y una cosa que nunca me he explicado por qué mierda está ahí: una tabla nutrimental ¡Es agua mineral, coño! Por último, viene una leyenda: envase no retornable. De cierta manera, sí es retornable, pues se puede reciclar. Es como una reencarnación, una resurrección, algo así. Si dijera “retornable” haría referencia a esos envases que se lavan y esterilizan, y que se vuelven a llenar. En ambos casos, los envases vuelven. Claro, siempre y cuando se respete y ejecute el tema del reciclaje, porque existen países que ni lo hacen ni les importa, prefieren echar todo indiscriminadamente a una bolsa de basura y arrojarla a una montaña artificial y taparla con tierra. Pienso entonces que nosotros, que no somos retornables, creamos estos objetos que tardarán cientos de miles de años en degradarse. Proyectamos en ellos nuestro tremendo –y estéril– interés por persistir. Nos aferramos demasiado a nosotros mismos.


  • Adrián Herrera
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