La mayor relevancia de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, acaso sea no su retrato de la sociedad capitalista como sí el reflejo de la estratificación imperante en todo sistema, sea comunista o neoliberal, sea monárquico o republicano. En todas esas variables hay una clara división social, una segmentación de clases, predominante pese a Marx y todos sus fallidos discípulos, de Joseph Stalin a Xi Jinping pasando, por supuesto, por Fidel Castro.
Cuando ya se precipitaba como una tragedia inminente la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca circuló una caricatura que exhibe a un aterrorizado George Orwell, autor de la novela distópica y profética 1984, leyendo un libro en cuya portada se lee “2024”, subrayando el horror de los tiempos en curso frente a unos de por sí calamitosos pronósticos de la literatura de ficción.
En este espacio se comentaba ayer sobre el fenómeno de la asimilación y su efecto en la elección estadunidense, cuyos resultados fueron sorprendentes para una parte de la opinión pública que no digiere cómo los migrantes votaron en masa por un candidato que habla de deportaciones masivas y de criminalización de los extranjeros, con un carácter abiertamente racista y discriminador. Supremacista, incluso.
Esa población asimilada a la vida gringa, salvo las excepciones de rigor, sabe, como en la novela de Huxley, que su lugar es en los campos agrícolas, en las fábricas, en las cocinas, en los taxis y en todas aquellas áreas en que su mano de obra sea demandada, porque los nativos no quieren hacer esos trabajos. Sin mayor educación o con especialidades inservibles allá, el migrante toma esas plazas porque quiere trabajo y buen sueldo, no se diga si carece de una estancia legal.
Los demócratas se imaginaron en campaña hablando a toda una sociedad, no solo la migrante, preocupada por valores como la democracia y la legalidad, mientras que los votantes están preocupados por sus bolsillos. ¿Qué les importa si un candidato pagó a una pornoestrella por su silencio?