Adoradores del dios Ruido (I)

Ciudad de México /

En su momento, cuando la televisión irrumpió en el espacio hogareño, los familiares, embobados delante de la pantalla, comenzaron a hablarse menos entre ellos, salvo, digamos, para comentar un episodio picante de alguna telenovela o compartir el asombro, o la indignación, que pudieren provocarles las noticias difundidas en el informativo al anochecer.

Cambiaron ahí las sociedades de nuestro planeta, una sacudida aún mayor que la acontecida cuando la máquina de lavar hizo su aparición en el ámbito doméstico (gran revolución de los usos caseros, en palabras de los sociólogos).

Durante décadas enteras, el televisor reinó en la sala de estar de la práctica totalidad de las viviendas e invadió inclusive las alcobas de los mayores y las habitaciones de los mocosos. Había todavía una afortunada convivencia (aunque quienes tenían los medios para solventar la compra de varios aparatos terminaron por instaurar un orden familiar de incomunicación: cada quien en su cuarto, hipnotizado frente al receptor, mirando, encima, lo que le viniera en gana sin tener que cederle ni un centímetro de su voluntad a los gustos o preferencias de nadie más).

Pero las cosas no podían quedarse ahí, vistos los portentosos avances tecnológicos que han tenido lugar, y las pantallas portátiles hicieron su aparición en el escenario, debidamente escoltadas por sus infaltables chambelanes, a saber, los videojuegos (y, algo más tarde, las tales redes “sociales”).

Otra enorme transformación —pues sí, social—, oigan ustedes: a partir de ese acaecimiento, los individuos de nuestra especie ya no debieron siquiera moverse de su pequeño rincón para acceder al más codiciado de los tesoros de esta nueva era: el entretenimiento.

Deleitada de tal manera, la gente comenzó a necesitar cada vez menos de los demás —en todo caso, en lo que se refiere a su presencia corporal— hasta el punto de que, hoy día, los restaurantes, los cafés y los parques están plagados de personas absolutamente ensimismadas, absortas en las pantallas de sus artilugios y desentendidas de lo que ocurre a su alrededor, así sea que en el mundo real esté aconteciendo un atardecer de una belleza irrepetible.

Nos hemos vuelto la civilización del aislamiento. Y el ruido, del que hablaremos en el siguiente artículo, es parte de tan maligna ecuación.


  • Román Revueltas Retes
  • revueltas@mac.com
  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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