Celebrarnos | Por Liliana Chávez

Viajar sola

El 8 de marzo, Día de la mujer, no es de fiesta sino de lucha. Por eso mismo, nos dice la autora, hay mucho que celebrar.

En la fila del Museo Frida Kahlo, una extranjera preguntó si Diego Rivera también era un artista famoso. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
Ciudad de México /

Escribo para las que no leen a señores blancos que quieren explicar el mundo sin haberse ensuciado los zapatos

Dahlia de la Cerda, Desde los zulos


“Las mujeres no tienen dinero para consumir en estos lugares”, declaró sin duda alguna mi amiga la periodista feminista Alba Calderón, respondiendo así a mi ingenua pregunta sobre por qué éramos las únicas mujeres en ese bar de la colonia Roma. Habíamos elegido al azar ese “bar mamón” para nuestro reencuentro porque yo quería revisitar mi colonia. Gracias a que el casero no me subió la renta durante años, fue en un depa de la ahora gentrificada Roma donde tuve mi primer “cuarto propio” (hasta entonces había vivido en espacios compartidos o tan pequeños que el cuarto donde escribía era aquel donde dormía o aquel donde cocinaba y recibía visitas). Además, eran mis últimos días en la CDMX y yo necesitaba pasar antes a la librería El Péndulo, situada sobre la misma avenida, la Álvaro Obregón. Mientras paseaba como niña en dulcería por las tentadoras mesas de novedades, yo había llegado a una reflexión similar, pero respecto al consumo de libros, porque ¿quién en este país puede comprar un objeto de papel que cuesta más que el salario mínimo?

Incluso pagando en libras, los libros en México son por lo general más caros que en el “Primer Mundo” y por ello me pareció especialmente simbólico que la apuesta del mercado editorial hispánico actual sea por las mujeres que escriben y por las mujeres que las compran. Podría ponerme a buscar evidencias estadísticas para probar este fenómeno, pero aparte de que las matemáticas no son lo mío (por algo estudié literatura), este no es un reportaje sino una muy subjetiva columna. Así que para muestra me basto a mí misma: ante el dilema de gastar/invertir lo último de mi presupuesto literario de aquel viaje entre el último libro del multipremiado cronista Juan Villoro (La figura del mundo) y uno de una escritora de la que nunca había escuchado hablar (La cabeza de mi padre), elegí a la desconocida (al menos para mí): Alma Delia Murillo. Curiosamente, ambas eran historias basadas en las experiencias personales de los autores con sus respectivos padres. Sin querer ofender a Juan, cuya literatura admiro (no por nada le dediqué un capítulo de mi tesis doctoral), había para mí algo indefiniblemente más atractivo en conocer las formas de escritura sobre la vida de una escritora periférica en muchos sentidos (de mi misma generación, además), proveniente de un contexto proletario-rural e hija de un desconocido padre de origen rural y sin educación formal, que las de un reconocido autor blanco de la clase media chilanga e hijo de un reconocido padre filósofo.

Como el ficcional Juan Preciado de Rulfo, y como otr@s hij@s reales sin padre en este México devastado por el narco y la pobreza, Murillo sale de la Ciudad de México en busca del suyo. Viajando por los polvorientos caminos de provincia, la autora logra recrear viejos caminos hasta entonces solo permitidos para los autores “muy hombres”: los postrevolucionarios o los de la llamada narcoliteratura.

Claro, el libro de Villoro sigue estando en mi lista de lecturas pendientes, pero sé que lo puedo conseguir por Amazon en cualquier momento (algunas de las autoras que intento conseguir a veces ni página de Wikipedia tienen). La literatura de mujeres no viaja, nunca lo ha hecho, por los legitimados circuitos de las grandes letras (mexicanas). Leí a Fernanda Melchor y luego a Brenda Navarro porque “tod@s” en mis círculos hablaban de ellas, círculos que no dependen de leer la elogiosa reseña en un diario o la acartonada entrevista en noticiero nacional para darle un voto de confianza a los nombres que se pasan de boca en boca, entre amigas de amigas de amigas… Leí luego Perras de reserva, de Dahlia de la Cerda porque una amiga me lo regaló porque sabía que yo estaba al acecho de una nueva obra que confirmara mi sospecha de una nueva literatura arribando a puerto más o menos seguro (y, repito, a esta aislada islita no llega más que “la crema y nata”, aka realismo mágico y literaturas circunvecinas). Entonces comprobé que estaba siendo testiga de un fenómeno hasta ahora único en la historia literaria nacional: el inicio de una nueva escritura de mujeres que por falta aún de un nombre apropiado, le llamaré provisionalmente proletaria o “zuleica”, por no decir bastarda o marginal —que suena más telenovelesco que letrado— y para reapropiarme felizmente del término de De la Cerda, quien a su vez se lo reapropia de la feminista vasca Itziar Ziga, quien a su vez se lo reapropia de su propia lengua “minoritaria”. Porque en el idioma vasco un “zulo” significa un hueco en la tierra, pero en la cultura popular española empezó a utilizarse para referirse a espacios secretos utilizados para esconder objetos ilegales o incluso personas.

Mesa de novedades de la librería El Péndulo, en su sucursal de la colonia Roma. (Liliana Chávez)

Retomando y a la vez divergiendo de la idea de Virginia Woolf sobre la supuesta habitación propia que toda mujer debería tener para lograr su independencia, en Un zulo propio Ziga propone un nuevo lugar para las feministas radicales de este siglo XXI que quieren escribir: un zulo como espacio propio, pero escondido e inmaterial; porque a veces, muchas veces, un cuarto físico propio sigue sin ser posible, sobre todo para las escritoras tercermundistas. Retomando a Ziga, y por consiguiente también a Woolf, pero también a Gloria Anzaldúa que desmitifica a Woolf, De la Cerda divide a las escritoras feministas en dos clases: las del cuarto propio y las que provienen de los zulos. “El zulo es la antítesis del cuarto propio. Un zulo es la banca de un parque. Es la computadora prestada. Es la taza del baño y es la azotea de la casa. Un zulo es el lugar desde donde escriben las desposeídas. Las que tienen cuatro jornadas laborales. Las que no tienen quién arrulle a la cría para que ellas arrastren el lápiz. El zulo son las alcantarillas y los bordes”, dice la autora en Desde los zulos, su más reciente libro de ensayos-crónicas-o qué sé yo.

Mientras crecía en el norte mexicano, yo misma llegué a idealizar el dichoso cuarto propio: porque los autores renombrados y las pocas autoras que llegaban a mis manos eran mujeres de clase alta o media, provenientes de esos círculos culturales capitalinos tan lejanos a mi contexto, que contaban historias de una vida que no era la mía ni la de quienes que me rodeaban. Incluso llegué a pensar que en México no se podía ser escritor, ni mucho menos escritora, si no se tenías un apellido extranjero y vivías en la Ciudad de México, en una linda habitación propia, claro. Habrían de pasar muchos años para que en el aún elitista y centralista mundo de las letras mexicanas alguien como De la Cerda sobreviviera a los zulos y la libertad material y de espíritu para escribir cosas como esta: “Este texto lo escribí sin cuarto propio (…) Lo escribí sentada en el tianguis donde trabajé por años vendiendo ropa de segunda para llegar a fin de mes. Lo escribí, también, en la ruta 2 rumbo al centro de salud mental”.

Esta nueva escritura de mexicanas —provenientes de clases para nada privilegiadas que lograron hacerse un lugar en la mesa de novedades de libros que ellas mismas no hubieran podido comprar propone viajes literarios que quizá no tengan el glamour de los paseos por París de Guadalupe Nettel o los de Valeria Luiselli por Nueva York, pero nos transporta a otros espacios, a experiencias que pocos en el pasado han reconocido como dignas de ser contadas y menos vividas. La nueva literatura zuleica nos está reeducando desde un lugar distinto, hace lo que toda buena educación debe hacer: cuestiona, disloca y recoloca. Eso al menos quise hacer con mis alumn@s en una de las universidades más canónicas del mundo cuando tuve la libertad que jamás tuve en una universidad mexicana: elegir mi propio canon de enseñanza. Ante la posibilidad de enseñar a los y las de cuarto propio (es decir, aquel canon que me enseñaron y del que siempre es más fácil encontrar traducciones, reseñas, tesis, libros para informar cada cátedra), elegí a las provenientes de los zulos. “No sabía que existía literatura así en español, quiero leer más”, me dijo una alumna al final de mi curso sobre escritoras viajeras latinoamericanas y me di por bien servida.

Frente a la indignación de escritores masculinos ante lo que denominan “la moda” de la escritura femenina de la que he sido testiga directa e indirecta, celebro aquí públicamente de que ahora las librerías exhiban, y hasta vendan, libros escritos por mujeres de todas las edades, procedencias y clases sociales, tal como celebré secretamente en la fila del Museo Frida Kahlo cuando una extranjera le preguntó a su acompañante que si Diego Rivera también era un artista famoso como Frida (una pintora que sin duda fue más ninguneada que Rivera en su momento, a pesar de tener una linda casa propia). Celebro que mis estudiantes británicos, que algún día serán periodistas o traductor@s o artistas o propietari@s de algún espacio desde el cual puedan elegir, tienen oportunidad de leer otras literaturas. Celebro esta nueva ola feminista en la que mi generación se sumerge sin ahogarse; porque hemos aprendido a nadar, o al menos a salir a flote sin sentir necesidad de ponernos piedritas ni en el camino ni en los bolsillos, sin necesidad de justificarnos; porque las escritoras y las lectoras de este siglo nos merecemos los espacios conquistados, aunque no sean, todavía, cuartos propios. Celebremos este día, mes, era de la Mujer, desde cualquiera de nuestros espacios, propios o impropios.

Liliana Chávez

Catedrática de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de St Andrews, Escocia.

AQ

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