Henrik Ibsen es perfecto. Nada resulta disparatado, inconsecuente o fuera de lugar. Ni siquiera el empecinamiento, la violencia o la locura. En las obras que he visto o visitado, la verdad y la libertad, “las verdaderas columnas de la sociedad” (como termina Casa de muñecas), son siempre acordes de plena armonía. Duros, crudos, desoladores, pero sin disonancias. Pero esa perfección, digamos, musical, no lo hace superior. Strindberg, descosido, a veces casi absurdo, es tan alto como Ibsen. Y Shakespeare no tiene obra sin hilos sueltos, agujeros estructurales o confusiones. La perfección es una característica, no un juicio.
Pero es necesario que todo en sus obras fluya sin obstrucción formal porque atrás se agazapa lo insoportable: la familia como fuente del horror (Casa de muñecas), la verdad que conduce al ostracismo (Un enemigo del pueblo), y mi preferida: Hedda Gabler, con la que he tenido una relación extraña. No me gusta porque me escalda y deja con una tristeza sin predicado. De hecho, me caen mal todos los personajes, excepto la tía de Tesman, cuya presencia incidental es sólo útil para provocar la primera emanación del vaho venenoso de Hedda Gabler.
Pensé describir la escena del sombrero elegante de la tía y el comentario reprehensible de Hedda, pero me doy cuenta de una característica del teatro ibseniano: es muy difícil relatar una escena sin referir prácticamente la obra entera. Y eso es lo suyo: no hay piezas sueltas ni ensamblajes desmontables. Cada obra es una estructura necesaria, suficiente y completa. Eso no sucede con Shakespeare, ni con Wilde, ni con Strindberg; ni siquiera con los griegos. La obra no es larga, y hay varias versiones grabadas. Recomiendo la de Ingrid Bergman, que está disponible en YouTube.
Dije que no me gusta. Tampoco es una obra que pueda uno tolerar en cualquier rato, ni de modo frecuente. Es cáustica y su quemadura deja cicatriz, a pesar de que se trata de una historia casera, familiar, con personajes carentes del pathos de los héroes. Jorge Tesman, el marido bondadoso, historiador de menudencias medievales, aspira a una cátedra universitaria; Eilert Lovborg, un antiguo enamorado de Hedda, alcohólico regenerado, autor de una ambiciosísima historia de la civilización y compite por la misma plaza académica que Jorge Tesman … gente de la menos notoria burguesía, pues.
Por cierto, August Strindberg estaba seguro de que Ibsen lo tomó como modelo para el personaje de Lovborg, borrachín y excedido en ambiciones, y su sospecha lo llevó a un pleito notable y productivo: Strindberg aspaventaba; Ibsen siempre en su mesura. Entre puyas e indiscreciones terminaron por poner en otra escena, sin tablados, la discusión del lugar moderno de las mujeres.
Sobre cada uno de ellos se han hecho estudios, tanto de su feminismo como de su antifeminismo, sin poder concluir nada firme. Pero por separado, y quizá el secreto resida en la confrontación entre ambos, el perfecto y el vitriólico. En unas notas de 1878, un año antes de Casa de muñecas, Ibsen escribió unas “Notas para la tragedia actual”, y dice: “Existen dos tipos de código moral, dos tipos de conciencia, uno en el hombre y otro completamente diferente en la mujer...”
El caso es que mi preferencia (y leo que también de Harold Bloom) por Hedda Gabler se debe a que la hallo como la mejor representación del Mal de la era Baudelaire. Es decir: esta era que comienza en el prólogo de Las flores del mal, con el poema “Al lector”, que cierra con “un monstruo más ruin y más inmundo”, que “en medio de un bostezo se comería al mundo”: el Tedio (ennui). “Tú lo conoces, lector… Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”.
Es el Tedio, la vacuidad en el corazón de la abundancia. Sin penurias materiales, una “sed non satiata” a la que se le pueden arrojar todas las cosas, las compras, los antojos, sin que se satisfaga nunca. Y ya se sabe: el deseo es de lo que no se tiene. Y todo lo que se tiene es aburrido. Mortalmente.
Ahí es donde las mujeres son más perfectas que los hombres de la literatura. Ni Dorian Gray, ni Mallarmé (“La carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros”), y ni siquiera la tremenda novela de Huysmans (À rebours, en la que Floressas des Esseintes huye del infierno del Tedio construyéndose uno peor) tienen la superficialidad insondable de la diabólica trinidad de las suicidas: Emma Bovary, Ana Karénina y, mejor, o peor, porque el teatro le pone un cuerpo presente: Hedda Gabler.
AQ