Margalit y nuestra indecencia

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El filósofo israelí señala la hipocresía de las sociedades que promueven la justicia hacia sus propios integrantes, pero maltratan a terceros.

Avishai Margalit, filósofo israelí.
Julio Hubard
Ciudad de México /

Los libros de crítica política suelen envejecer rápido. Muchos son efervescentes: plop, en un vaso, echan espuma y se acaban pronto; abundan los libros chismosos; otros se presentan como filosofía perenne y caducan al poco tiempo. De vez en vez sale por ahí algún libro con intención de conversar, de opinar, y no de educar ni conducir; libros incluso que no buscan dar cuenta final de los grandes problemas de la humanidad, ni proponer utopías, sino simplemente abrir una conversación importante. Y es el caso de un libro modesto de Avishai Margalit, publicado por Harvard University Press, en 1996. Hay, o hubo, traducción española, en Paidós. El libro fue escrito originalmente en hebreo, porque Margalit creyó que se trataba de una discusión propia de su tierra, con sus compatriotas israelíes, frente al conflicto palestino, que entonces representaba la Intifada.

“Decente” es una palabra que se desliza fácil y se vuelve cursi, mojigata. No en este libro. El origen fue una entusiasta conversación con su maestro, el politólogo Sidney Morgenbesser. Ambos elogiaban el libro de John Rawls, Una teoría de la justicia, y se hallaban preocupados por el trato del Estado de Israel hacia los palestinos. Según Morgenbesser, el problema no es “la sociedad justa sino la sociedad decente”.

A cavilar. Largo. El filósofo Margalit se halló intrigado por el concepto. ¿Qué significa “decente”? Con eso no se hace teoría política. La filosofía se ha ocupado siempre de la justicia, pero el asunto de la decencia pertenece, si acaso, a la educación familiar y a los usos y costumbres. Probablemente, Margalit no sepa que estaba colocando un tema conversacional en el centro de una muy importante discusión filosófica.

Una sociedad decente, dice, es aquella en la que las instituciones no humillan a las personas, y una sociedad civilizada es aquella en la que las personas no se humillan entre sí. Pero abundan ejemplos de sociedades que cumplen ambos requisitos para sus propios habitantes, pero no para los demás. Menciona el kibbutz, a los migrantes mexicanos en los Estados Unidos, etc. Sociedades justas que, sin embargo, humillan a los fuereños que trabajan para ellos. Al final del libro, se halla “convencido de que una sociedad justa debiera ser decente tanto para sus miembros como para los que no lo son”.

“Tratar como humanos a los seres humanos”, repite Margalit por acá y allá en sus páginas. Es expresión vieja, pero no clara. Y no se mete en enredos polisílabos ni posmodernos, busca por contraste: significa no tratar a los humanos como objetos, máquinas, animales o como subhumanos (y esto incluye no tratar a los adultos como si fueran niños) y, por supuesto, tampoco como demonios, cosa que presupone maldad o perversidad.

Es un filósofo importante, Margalit, y un buen escritor. El libro no se reduce a sus puntos argumentales; es una conversación que va entre la filosofía y las circunstancias, que articula lo mismo a Kant que el paso de una aduana. Y el libro se mantiene por su modestia. No es un impostado tono menor sino el lugar del ensayo, aquel que comienza justo en el primer párrafo de Montaigne: “Este es, lector, un libro de buena fe”.

El libro, con todo, tiene un resabio de antiguo. Al cabo, pertenece a aquellos años del primer auge del neoliberalismo. La discusión urgente de entonces, y hasta, digamos, 2010, era el fin de la pobreza: los datos (Our World in Data, bajo la entrada “Poverty”) mostraban que era posible y, por tanto, obligatorio, terminar con la pobreza extrema. Eran tiempos, tras el colapso del comunismo, del contagio democratizante, como si hubiera sido varicela global. Eran los años del horroroso neoliberalismo, pues, y una de sus necedades consistía en cómo hacer decentes las relaciones entre palestinos y judíos.

Hoy nos preocupamos por si una democracia se mantiene o se catafixia por una autarquía o de plano una tiranía. Muerto el demonio del neoliberalismo, los buenos quisieron regresar a las guerras de verdad y los pobres de verdad, no aquellos que querían traicionar su clase y dejar de ser pobres.

Cuando leí el libro, hace mucho, me produjo entusiasmo. Ahora, algo entre melancolía, nostalgia y enojo. Y me salta con sorna: qué bueno que se acabó aquello; las democracias son hipócritas y por fin hemos regresado a las pasiones básicas y las guerras de verdad. Y mira qué bobada incluir la decencia en los análisis políticos… Éramos cursis: creíamos en la crítica y no en identidades.

AQ

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