
Hay un común denominador entre los bandos antagónicos radicales que hoy en día se disputan el poder en Estados Unidos: su denodado empeño por convertir el lenguaje, un producto social fundado en convenciones válidas para todos, en un engendro sectario que reafirme identidades y discordias. Toda campaña de adoctrinamiento consiste en acorralar al catecúmeno en un vocabulario infranqueable. Si adopta a pie juntillas la terminología que le han inculcado, jamás cometerá la osadía de pensar por su cuenta. Los algoritmos de las redes sociales encajonan más aún a los convencidos en un idiolecto faccioso. Su enorme influencia en la opinión pública garantiza que nadie pueda cuestionar las ideas recibidas, ni mucho menos dialogar con personas del bando opuesto.
El espíritu crítico, la creatividad, la sutileza del pensamiento y la develación de verdades ocultas sólo pueden florecer en el suelo de un lenguaje compartido. Ese ideal educativo predominó desde el Renacimiento hasta principios del siglo XXI, pero en la actualidad está amenazado por varios flancos. Tanto la propaganda neonazi de Donald Trump como el wokismo intransigente saben que la polarización del lenguaje les reditúa ganancias políticas. Atrincherados en bastiones verbales inexpugnables, han debilitado tanto las convenciones lingüísticas, la correspondencia entre significante y significado, que se ha vuelto difícil decir verdades con palabras neutras, las únicas que pueden mostrar la sinrazón de ambas ideologías.
La semana pasada causó gran revuelo el anuncio de la batalla que Trump dará en foros internacionales para cambiarle el nombre al Golfo de México. Al parecer, Trump incubó esa peregrina idea, digna de un candidato a la reclusión psiquiátrica, entre una Presidencia y otra, durante su largo periodo de ocio en la residencia de Mar-A-Lago, cuando la contemplación del golfo lo hundía en el desasosiego, pues no soportaba tener en su campo visual un paisaje que le recordaba a las hordas de inmigrantes. Discurrió entonces la “solución final” de rebautizarlo, para ir borrando de Estados Unidos cualquier huella de su odiado vecino. De todas las sanciones contra México que anunció al tomar posesión, ésta es la más inofensiva, y sin embargo, la más reveladora de su mezquindad visceral. Convertido ya en reformador del lenguaje, ahora se ha tomado la licencia de llamar “invasión” el flujo migratorio, y “criminales” a los trabajadores indocumentados, en comunicados oficiales escritos con bilis negra. Pero ¿cómo habrá descubierto que el acto de nombrar es una fuente de poder? ¿Quién le daría la idea de emular al Verbo Creador del Génesis? Sin duda, los artífices del autodenominado lenguaje inclusivo, un movimiento político surgido en las universidades del imperio que se ha propuesto imponer un newspeak orwelliano, con el fin de crear hábitos mentales favorables a sus causas.
Desde hace mucho tiempo, las academias de la lengua renunciaron a su antigua pretensión de ser árbitros del buen decir. La experiencia histórica les enseñó que los cambios léxicos o gramaticales son un proceso lento, en el que las hegemonías ideológicas sólo ejercen una influencia pasajera, pues nada irrita más a la gente que la intromisión de una autoridad política, cultural o moral en su manera de hablar o escribir. Desde que La Academia Francesa emperifolló absurdamente su idioma en el siglo XVII, para crear un abismo entre la fonética y la escritura, nadie se había ensañado tanto con el lenguaje como lo académicos yanquis que pretenden imponer a escala planetaria su jerigonza inclusiva. Enarbolan ideales libertarios, pero en vez de inculcarlos por medio de la persuasión, han creado una policía del lenguaje que sanciona con pérdidas de empleos, boicots profesionales o notas reprobatorias a quien se les quiera salir del huacal.
A imagen y semejanza de la censura franquista, que expurgaba de los libros cualquier huella de pensamiento subversivo, los fanáticos de la corrección política adecentaron el lenguaje ríspido de algunos autores antiguos y modernos (Mark Twain, Nabokov, Joyce, Henry Miller, Roald Dahl, etcétera) en complicidad con las genuflexas editoriales anglosajonas. Por supuesto, el supremacismo blanco no se queda atrás en materia de prohibiciones, y ha respondido ya eliminando los géneros no binarios de los documentos gubernamentales. En las universidades, el movimiento woke seguirá aferrado a su léxico hipercorrecto, para beneplácito del movimiento MAGA. En medio de ambos extremos, millones de ciudadanos desearían reabrir los canales de comunicación cerrados a piedra y lodo, pero sus voces claman en el desierto y no generan likes, porque el debate público se ha establecido en términos de “mi palabra contra la tuya”.